El Despertar de la Protectora de la Estrella y el Guardián

La señal en el espejo


Últimamente, todo le estaba saliendo bien a Majo. Sus notas en el colegio mejoraban cada semana, y sus entrenamientos de cheerleader eran más emocionantes que nunca. Había aprendido a confiar en sí misma, a no rendirse tan fácil, y a encontrar en su corazón una luz que nadie podía apagar. Su mamá Alejandra y su papá Rubén no podían disimular el orgullo; la abuela Flor la llenaba de abrazos y postres especiales, e incluso el tío Chris, desde Holanda, le mandaba mensajes con dibujos divertidos y frases como:
“¡Esa estrella brilla más que nunca!”.

Milu, parecía entenderlo todo. Iba a su lado a todas partes, dormía junto a ella y, en los días nublados, le lamía las manos como diciendo: “No olvides tu luz.”

Un sábado por la mañana, Majo fue con su familia a apoyar a Ignacio en una competencia interescolar de ortografía. A ella le encantaba ver a su primo brillar, especialmente porque siempre había sido su héroe de las palabras. Pero ese día, algo era distinto. Ignacio no parecía el mismo. Se veía distraído, como si su mente estuviera atrapada en otro lugar. En una de las rondas, incluso deletreó mal una palabra sencilla… algo impensable para el campeón cinco veces seguidas.

Majo frunció el ceño. Su corazón le dijo que algo no estaba bien.

Camino a casa, siguió notando cosas raras: el espejo del carro de su papá no reflejaba nada, como si la imagen estuviera dormida. En casa, el espejo del baño tampoco mostró su rostro. Y cuando se miró en el espejo del pasillo, lo único que vio fue una sombra donde debería estar su cara.

Esa noche, mientras Milu roncaba suavemente a los pies de su cama, Majo se sentó a repasar unas tareas. Pero algo en el ambiente cambió. Una brisa suave, como si el viento viniera desde dentro del armario, acarició su cuello. Entonces Milu se levantó de golpe, con las orejas erguidas. Miró hacia el escritorio y empezó a ladrar bajito.

El espejo en forma de estrella, ese que su tío Chris le había regalado, parpadeaba con una luz extraña. No era la luz cálida de siempre, sino un resplandor intermitente, como un llamado urgente. Majo se acercó lentamente. Al tocarlo, sintió un pequeño pulso, como el latido de un corazón.

Y justo en ese momento, escuchó un susurro que parecía venir desde dentro del espejo:

—La luz está en peligro… y no todos los reflejos regresan.

Majo tragó saliva. Miró a Milu, que ahora movía la cola con nerviosismo.

—¿Estás lista para otra aventura? —preguntó Majo.

Milu dio un saltito.

Y entonces, la estrella brilló por completo… y el mundo cambió otra vez.


El descenso a la sombra


Al atravesar el espejo estrella, Majo y Milu llegaron flotando suavemente sobre un campo de nubes doradas. El cielo tenía tonos rosados y azules, y los árboles que crecían desde las nubes eran como esculturas vivas: altos, curvos, con ramas que colgaban espejos en forma de frutas brillantes. En cada espejo se veían escenas distintas: niños jugando con sus padres en la playa, niñas abrazando a sus abuelas, hermanos construyendo castillos de arena o corriendo bajo la lluvia. Era un jardín de reflejos felices.

Majo se quedó sin aliento.

—Este mundo mágico me encanta, Milu —dijo sonriendo, mientras su perrita daba saltitos entre las flores con pétalos como cristales.

Las ramas de los árboles parecían susurrar canciones, y el viento llevaba aromas dulces, como limonada de flor y chocolate caliente. Un camino de arcoíris atravesaba el jardín flotante, marcando la ruta entre las nubes.

Pero, a medida que avanzaban, algo cambió.

Primero fue una flor que perdió su brillo. Luego, un espejo en una rama tembló… y se quebró solo. El reflejo feliz de una familia desapareció, absorbido por la nada. Las hojas comenzaron a marchitarse. El cielo se volvió más gris. Y los espejos, uno por uno, se oscurecieron.

—Oh-oh, Milu… algo está pasando —dijo Majo, deteniéndose.

Milu gimió bajito, su cuerpo tensado, con las orejitas hacia atrás.

El camino de arcoíris también se transformaba. Los colores desaparecían, como si una sombra se los estuviera bebiendo. Donde antes había luz y risa, ahora solo quedaban charcos de oscuridad. El aire se volvió pesado, y el canto de los árboles cesó por completo.

Al final del sendero, donde debería haber una cascada de estrellas, se abría ahora un sendero nuevo: un camino negro y roto, cubierto de espejos oscuros. Pero esos espejos no reflejaban nada... los bordes vibraban como si estuvieran respirando, y desde cada uno salía un humo sutil que se deslizaba por el suelo como tentáculos. El humo trepaba hacia los árboles, envolvía las ramas, y arrancaba los reflejos de los espejos frutales, devorando cada recuerdo feliz y robando sus colores.

Majo dio un paso atrás.

—¿Pero cómo es posible…? Ya habíamos destruido el Espejo del Olvido…

Se quedó mirando el humo. Algo familiar se escondía ahí. No era solo olvido. Era… algo más profundo.

—Esto es distinto, Milu. Esto no quiere que olvidemos… esto quiereapagar lo que somos.

Milu se acercó a ella, temblando. Pero en sus ojos había también algo más: coraje.

Majo apretó los puños. Miró el camino oscuro, respiró profundo, y dio el primer paso.

—Vamos. Si los reflejos están siendo robados… es hora de recuperarlos.


El salto perfecto no es suficiente


El aire se volvía más denso con cada paso. Las sombras del camino negro se enroscaban como serpientes entre los pies de Majo, pero ella no se detenía. Apretó el puño, respiró hondo, y alzó la vista hacia ese espejo enorme que absorbía los recuerdos felices como si fuera un monstruo hambriento.

—Tú no vas a ganar —susurró.

El primer tramo del camino se agrietaba a su paso. Majo saltó con agilidad, usando un salto de media luna, girando en el aire como había aprendido en la Escuela de las Estrellas. Luego vino un tramo de barras flotantes que flotaban sobre la nada; sin dudarlo, Majo se impulsó como si fueran barras paralelas, girando y lanzándose al siguiente punto.

Las sombras intentaban engañarla: voces falsas, espejos que reflejaban escenas distorsionadas. En uno, veía a su mamá enojada por una mala nota; en otro, a su papá decepcionado. Majo parpadeó, sacudió la cabeza y siguió avanzando.

Milu iba a su lado, ágil como una pluma, saltando entre fragmentos y bordes que desaparecían. A veces le ladraba a las sombras, como queriendo espantarlas con su luz.

Más adelante, las ramas oscuras se alzaban como torres, y para continuar, Majo tuvo que trepar y realizar un salto de pirámide —uno de los más difíciles del cheer— con precisión. Usó su fuerza, su equilibrio y la confianza que había ganado… pero el camino no se rendía.

Cintas negras flotaban en el aire como serpientes. Majo, con movimientos gráciles, usó una rutina de gimnasia rítmica para atravesarlas, girando sobre sí misma, lanzando su cuerpo hacia adelante, esquivando cada obstáculo como si la música aún sonara dentro de ella.

Y entonces, llegó al final del sendero.

Frente a ella, solo había un abismo. Un salto enorme separaba el borde en el que estaba del pedestal oscuro donde descansaba el Espejo Absorbente, ahora más grande que nunca. Parecía latir como un corazón malvado, y cada pulso arrancaba un recuerdo más del aire.

Majo retrocedió. Miró el vacío. Midió la distancia.

—No puedo… —susurró—. Es demasiado lejos…

Cerró los ojos para recordar cómo lo había hecho antes. El salto perfecto, el que había dominado. Pero algo extraño ocurría. El recuerdo… no estaba. Las sombras le robaban también eso.

Se arrodilló, temblando.

—No recuerdo cómo hacerlo… lo estoy olvidando… como si nunca lo hubiera sabido…

Entonces, Milu se acercó. Con sus dientecitos, tiró suavemente de la cinta que Majo llevaba atada a la cintura. El espejo en forma de estrella cayó al suelo y comenzó a brillar tenuemente.

Majo lo tomó con manos temblorosas. Dentro del reflejo, una escena surgió como una burbuja:

Ella, en la Escuela de las Estrellas. Llora después de fallar un salto. Mariana, su prima, le amarra el cabello con una moña brillante, le limpia las lágrimas y le dice con ternura:

—Tú puedes, Majo. Lo llevas en el corazón. Solo salta… y confía.

Una lágrima cayó por la mejilla de Majo. El recuerdo encendió algo dentro de ella. No era la técnica. Era la certeza.

Se puso de pie. Respiró. Apretó el espejo en una mano, y con la otra, tomó impulso.

Milu ladró una vez. Y Majo… saltó.


El rayo del corazón


Majo aterrizó al otro lado del precipicio con firmeza. Esta vez no había duda en sus ojos, solo una luz decidida. Milu cayó justo detrás de ella, rodando sobre sus patitas y sacudiéndose el polvo oscuro que cubría el suelo.

Frente a ellas, el camino se estrechaba aún más. Los árboles estaban completamente marchitos, sus ramas retorcidas como si lloraran. Los espejos colgantes eran ahora manchas negras sin fondo, y el cielo ya no tenía nubes rosas ni estrellas… solo truenos lejanos que sacudían el aire cada vez que Majo daba un paso.

Pero ella no se detenía.

—Vamos, Milu —dijo en voz baja—. Ya casi llegamos.

De repente, un temblor sacudió el suelo. Desde los lados del camino, decenas de espejos oscuros comenzaron a flotar y girar a gran velocidad. Se formó un remolino que las rodeó por completo. Milu ladró y se puso frente a Majo, pero la presión del aire era tan fuerte que tuvo que agacharse.

Los espejos giraban tan rápido que formaban una pared negra. No se veía el camino. No se veía el cielo. Solo esa danza sin reflejo, como si el mundo entero estuviera tratando de tragarlas.

Majo sintió miedo.

Pero esta vez, no huyó.

Puso una mano sobre su pecho. Sentía los latidos. El corazón.Su luz.

—Los niños del mundo necesitan verse… —susurró—. Necesitan recordar quiénes son… lo valientes, lo hermosos, lo llenos de amor que son…

Cerró los ojos. Abrió los brazos. Y entonces… empezó a flotar.

Milímetro a milímetro, su cuerpo se elevó. Su cabello se agitó como si el viento viniera desde dentro de ella. Y desde su pecho, desde lo más profundo, estalló un rayo de luz cálida y dorada.

La luz tocó uno de los espejos… y este se iluminó. Dentro apareció el reflejo de una niña abrazando a su abuelita. Otro espejo brilló con un niño montando bicicleta. Otro, con un bebé riendo entre los brazos de su madre.

Uno a uno, los espejos del remolino comenzaron a recuperar sus recuerdos. Y con ellos, el camino del arcoíris, antes apagado, comenzó a recuperar su color a lo lejos.

Majo sonrió. La luz se expandía. El mundo volvía a brillar.

Pero entonces…

Un eco seco, grave, se escuchó entre los árboles caídos. Era una voz que no venía de ningún lado, pero que se sentía en todas partes. Como un susurro dentro del alma.

—No tan rápido… estrellita…

El viento se detuvo. La luz parpadeó. Y desde el espejo más grande, una sombra se alzó como una figura sin forma, hecha de miedo, duda y olvido.

Majo descendió lentamente al suelo. Milu se puso a su lado.

Sabía que no había terminado. Lo más oscuro… apenas comenzaba.


La llegada del Guardián


La sombra frente a Majo no tenía rostro, pero su presencia llenaba todo el bosque de miedo. Su cuerpo era humo, su voz era eco, y donde pasaba… los colores se desvanecían. Era la Voz del Olvido.

Majo intentó avanzar, pero sus piernas se sentían pesadas. Extendió la mano para lanzar un rayo desde su corazón… pero la luz no salía. La sombra se reía.

—Tú sola no puedes —dijo la Voz, susurrando directamente dentro de su cabeza—. El olvido siempre gana. El miedo siempre encuentra un lugar.

Majo apretó los puños. Milu se puso en guardia. Pero la oscuridad los envolvía más y más, y entonces…

Una luz azul cortó el cielo como un rayo. Un torbellino de energía descendió desde las nubes, y con él, un rugido mágico que hizo temblar a los árboles muertos.

La criatura que descendía era majestuosa: mitad halcón, mitad tigre, con alas que brillaban como constelaciones y patas poderosas que tocaban el suelo con gracia. Sobre su lomo, firme y decidido, venía Ignacio.

Su traje de taekwondo. Sus ojos brillaban. Y en su cinturón, colgaban tres pequeños símbolos: un libro, un corazón y una estrella. Las tres bibliotecas vivían en él.

La Voz del Olvido retrocedió un paso.

—Oh no… el Guardián de la Luz Azul —gruñó—. ¿Acaso crees que tú y la Protectora de la Estrella pueden detenerme?

Majo alzó la vista, sorprendida.

—¿Igna…? ¿Eres tú?

Ignacio sonrió. Bajó de un salto de su criatura mágica —que rugió con fuerza, sacudiendo las ramas marchitas— y extendió la mano hacia Majo.

—Ya tendremos tiempo de hablar de eso, Protectora de la Estrella… —dijo guiñándole  un ole un ojo—. Por ahora, tenemos una sombrita juguetona que derrotar.

La Voz del Olvido se estremeció de rabia.

Majo tomó su mano. Sintió una corriente de energía recorrer su cuerpo.

Y juntos, se prepararon para luchar.


Luz compartida


El Guardián de la Luz Azul y la Protectora de la Estrella se lanzaron juntos hacia la sombra. Ignacio giraba con velocidad y precisión, sus movimientos de taewkondo

 eran tan poderosos como una tormenta de luz. Majo, por su parte, giraba, saltaba, flotaba. Su cuerpo fluía como una melodía y su luz se unía a la de Ignacio en ráfagas que partían el aire.

La Voz del Olvido se defendía con espejos rotos, ilusiones y vientos oscuros. Pero ellos no se detenían.

Ignacio liberó una ráfaga de energía azul desde su palma.
Majo giró en el aire y lanzó una espiral de luz desde su corazón.
Y juntas, las dos energías chocaron con la sombra en un estallido de estrellas.

La Voz del Olvido gritó de rabia, envuelta en grietas de luz.

—¡Esto no termina aquí! —rugió, mientras su forma comenzaba a deshacerse en el aire—. ¡Reviviré la Niebla del Olvido… y volveré por ustedes!

Y con un último destello, desapareció.

El bosque quedó en silencio. Los espejos dejaron de temblar. Las flores apagadas comenzaron a abrirse. Los colores del cielo regresaron.

Majo y Ignacio cayeron de rodillas sobre la tierra, exhaustos pero sonrientes. Milu corrió a su lado, moviendo la cola con emoción. La criatura mágica de Ignacio se acercó, orgullosa.

Pero no estaba sola.

Desde una nube dorada descendió una nueva criatura. Era esbelta, brillante, con patas delicadas, alas suaves como pétalos y un cuerno espiralado en su frente. Sus ojos reflejaban la luz de las estrellas.

Majo se quedó sin palabras.

—¿Un… unicornio?

—Un corcel alado de luz pura —dijo Ignacio, ayudándola a ponerse de pie—. Tú lo hiciste aparecer. Este tipo de criatura solo responde a quienes han demostrado verdadera valentía del corazón.

El unicornio se inclinó levemente ante Majo, como reconociéndola.

Ignacio continuó:

—El olvido siempre intenta regresar. Pero hoy has probado quién eres, Majo. Has dominado el salto, has liberado tu luz… y ahora necesitas esta criatura para lo que viene.

Majo acarició el cuello del unicornio, mientras Milu se subía con cuidado sobre su lomo.

—¿Crees que… este no es el final?

Ignacio la miró con seriedad, pero con cariño.

—No lo es. A veces, lo más difícil llega después de la victoria. Pero no estarás sola.

Ambos subieron a sus criaturas mágicas. Y mientras el sol regresaba al cielo del mundo mágico, las nubes los envolvieron suavemente para llevarlos de vuelta a casa.

Antes de cruzar el umbral del espejo, Majo volvió la vista atrás.

Y en lo más profundo del bosque, un espejo negro, agrietado pero aún vivo… respiraba.


El mensaje a través del espejo


Mariajose despertó sobresaltada. Su habitación estaba en silencio, pero algo había cambiado. El espejo con forma de estrella brillaba suavemente a su lado, como si aún guardara la luz del mundo mágico. A sus pies, Milu ladraba suave, mirando con insistencia por la ventana.

Majo se acercó al vidrio… y lo vio. El cielo, normalmente azul y claro a esa hora, se tornaba de un gris extraño, como si una sombra lo estuviera cubriendo lentamente.

—¡Mamá! —gritó mientras corría por el pasillo—. ¡Mamá, tenemos que ir donde la tía Monica! ¡Tengo que hablar con Ignacio!

Alejandra, al ver la ansiedad de su hija, no hizo preguntas. Tomó sus llaves, le acarició el cabello con ternura y dijo simplemente:

—Vamos, mi amor.

Al llegar a casa de la tía Monica, encontraron a Ignacio de pie en el jardín, con la mirada clavada en el cielo que ya parecía teñido de ceniza. Majo bajó corriendo del carro. Milu la siguió con su energía de siempre.

—Igna… —dijo al acercarse—. ¿Tú? ¿El Guardián de la Luz Azul?

Ignacio volteó lentamente, con los ojos encendidos por una luz suave y firme. Asintió.

—Tienes que contarme todo, Ignacio. ¿Cómo empezó esto?

Ignacio suspiró, y con voz tranquila pero profunda, comenzó a hablar:

—Todo comenzó el día que cumplí 13 años. El tío Chris me regaló un libro...El libro del dragón dormido. Pensé que era solo eso: un regalo bonito. Pero ese libro no solo me invitó a leer, me retó a creer.

Contó cómo las páginas comenzaron a revelarle secretos, desafíos y verdades antiguas. Cómo aprendió que los guardianes no se eligen, sino que despiertan cuando el mundo más los necesita. Y que dentro de él nació una luz: la Luz Azul.

—Esa luz —explicó— es la fuerza de todos los que recuerdan, leen, escriben y cuentan historias con amor y verdad. Con esa luz vencí a la Niebla del Olvido... o eso pensé.

Mientras hablaba, una hoja de un árbol cercano se desprendió… y al tocar el suelo, desapareció en el aire. Otra más le siguió.

El cielo crujió suavemente. Un murmullo apenas audible se filtró por el viento:
—Despertaré la Niebla. Esta vez, nada ni nadie me detendrá...

Mariajose sintió un escalofrío. Miró a Ignacio y él ya lo sabía: la Voz del Olvido no había desaparecido. Solo se había escondido… para regresar más fuerte.

—Tenemos que avisar al tío Chris —dijo Ignacio con firmeza—. Él supo antes que nadie. Él creyó en nosotros.
Mariajose e Ignacio volvieron corriendo a su habitación, donde el espejo de estrella los esperaba como si supiera que era momento de actuar. Majo lo sostuvo entre sus manos, notando algo que antes no estaba allí: tres pequeños agujeros en la parte trasera del marco, cada uno con una forma única.

Ignacio los reconoció de inmediato.
—Son las formas de los amuletos… los que recogí en las tres bibliotecas mágicas —dijo en voz baja—. Conocimiento, corazón y cuerpo.

Los sacó de su bolso mágico, donde siempre los había guardado. Uno a uno, los amuletos encajaron perfectamente en su sitio, como si fueran llaves esperando su momento.

El espejo comenzó a palpitar suavemente, emitiendo una luz dorada. Una energía cálida se expandió por la habitación. Majo cerró los ojos, respiró profundo, y dijo con voz clara:

—Espejo de estrella… por favor… necesitamos comunicarnos con mi tío Chris. Por favor, ayúdanos.

Un brillo se encendió en el centro del cristal. Primero fue tenue… luego más intenso… hasta que, como si fuera una ventana al otro lado del mundo, apareció la imagen del tío Chris.

—¿Chicos? —dijo él, sorprendido al verlos—. ¡Lo han logrado!

Su sonrisa era una mezcla de emoción y orgullo.
—Han despertado su poder interior… Tú, Ignacio, eres el Guardián de la Luz Azul. Y tú, Mariajose… eres la Protectora de la Estrella. Pero esta no es una llamada amistosa, ¿verdad? ¿Qué está pasando?

Ignacio y Majo se miraron. El cielo, cada vez más gris, ya empezaba a filtrarse por las esquinas del mundo. La amenaza estaba creciendo, y ellos necesitaban saber cómo detenerla antes de que todo se desvaneciera.

Chris los miró con seriedad, pero con ternura.

—Si la Niebla del Olvido regresa, solo hay una cosa que puede detenerla: la Llama Eterna. Pero no es un fuego común. Es una chispa que nace solo en aquellos que se atreven a recordar incluso lo que duele… lo que temen olvidar.

El espejo titiló.

—Sigan al reflejo. Él los guiará al Bosque de los Recuerdos Perdidos. Allí… la llama los espera. Pero tengan cuidado: el bosque no perdona a quienes dudan de su luz.

La imagen comenzó a desvanecerse, pero antes de desaparecer por completo, Chris susurró:

—Estoy orgulloso de ustedes. Brillen.


El bosque de los recuerdos perdidos


Del espejo de estrella surgió un haz de luz dorada que giró lentamente en el aire, formando un portal con forma de espiral brillante.

Mariajose, esta vez sin temor, tomó la mano de Ignacio con fuerza.

—Vamos, Igna. El tío Chris tiene razón… tú y yo podemos.

Ignacio asintió, sintiendo en su pecho cómo la luz azul se encendía nuevamente. Juntos, cruzaron el portal.

Al otro lado, todo cambió.

Estaban en un bosque inmenso, lleno de árboles altos cuyos troncos parecían estar hechos de papel antiguo. De sus ramas colgaban hojas que susurraban palabras olvidadas, frases a medio escribir, y nombres que ya nadie recordaba.

El aire olía a tinta, tierra húmeda y un poco de nostalgia.

Una voz flotó por el viento, suave y familiar. Era el tío Chris, hablándoles desde algún rincón del recuerdo:

—Cuando eramos muy pequeños… algo se reveló en nuestra familia. Tu papá, Majo —Rubén—, y tu mamá, Ignacio —Mónica—, eran diferentes. Tenían un brillo especial en sus ojos. Juntos vivimos muchas aventuras mágicas… luchamos contra la sombra del olvido, descubrimos el poder de los cuentos, de los reflejos, del arte y de las canciones.

La voz del tío Chris titubeó un momento, con emoción contenida.

—Pero el tiempo pasó… Rubén y Mónica crecieron. La vida de adultos es muy seria, a veces muy gris. Y el olvido… se cuela cuando dejas de imaginar. Yo intenté recordar, mantener la chispa encendida… pero era necesario algo más. Era necesario que ustedes nacieran.

Un viento cálido rodeó a Majo e Ignacio, como si los abrazara.

—Ustedes son los nuevos guerreros. Los portadores del reflejo y la luz. El olvido ha regresado, pero esta vez, no están solos. No olviden lo que son… no olviden lo que aman.

La voz se desvaneció, y el bosque suspiró.

Majo se acercó a un árbol cuyas hojas flotaban sin caer. En una de ellas vio un recuerdo borroso: ella misma haciendo una presentación en clase. En otra, Ignacio leyendo en su cuarto con una linterna bajo las cobijas. En una tercera… un dibujo antiguo, como hecho por un niño, donde aparecían un dragón y una estrella tomados de la mano.

El bosque susurraba dudas. —¿Y si fallas? ¿Y si no recuerdan quién eres? ¿Y si tú también olvidas…?

Ignacio comenzó a temblar.

Pero Majo dio un paso adelante. Cerró los ojos y cantó en voz baja… una canción que su abuela Flor solía cantarle cuando era más pequeña. Su voz temblaba al principio… pero luego, se volvió clara, como la luz.

Una chispa azul surgió del suelo. Ignacio abrió los ojos y la vio.

La Llama Eterna, flotaba entre ellos. Viva. Ardiente. Pequeña… pero real.

Y sin decir nada, los dos supieron: debían llevarla hasta el corazón de la historia. Antes de que la Niebla del Olvido la apagara para siempre.


La niebla despierta


La llama eterna brillaba con fuerza, suspendida en el aire entre Mariajose e Ignacio.

Ambos se miraron, sin miedo. Confiaban.

Se acercaron lentamente… y cuando sus manos tocaron la llama, una luz cálida los envolvió.

En un instante, estaban de vuelta. En el cuarto de Ignacio. La llama no había desaparecido: ahora flotaba sobre el espejo de estrella, fundiéndose con los tres amuletos que llevaban dentro de sí el poder de las bibliotecas del conocimiento, del cuerpo y del corazón.

La estrella palpitó una vez… y luego se apagó, como si esperara su próximo momento.

Ignacio fue el primero en notar algo extraño.

—¿Dónde está mi mamá?, Majo bajó corriendo al salón… y se detuvo en seco.

Allí, en el comedor, estaba Mónica, la mamá de Ignacio. De pie, pero inmóvil. Como una estatua de tiempo detenido.

En casa de Majo, su mamá Alejandra también estaba congelada. En el radio no sonaba música. Las páginas de los libros eran blancas. Y los portarretratos… estaban vacíos.

El Olvido había comenzado.

El mundo se apagaba poco a poco. Todo lo que alguna vez tuvo historia… se borraba.

Majo e Ignacio corrieron de una casa a otra buscando algo: una foto, una canción, una palabra que los conectara. Pero la niebla empezaba a cubrir las calles. Y los separó.

—¡Igna! —gritó Majo—. ¡Por favor, no me olvides! ¡Te necesito! ¡Ignaciooo!

Nada.

 Ni un eco.
Ni una imagen.
Ni un recuerdo.

Solo silencio. Gris. Frío.

Hasta que… un ladrido.

—¿Milu?

Entre la neblina apareció la pequeña French Poodle, corriendo con todas sus fuerzas, con el espejo de estrella entre sus dientes.

—¡Milu! —gritó Majo, cayendo de rodillas mientras la abrazaba.

El espejo brilló suavemente. Y entonces… a lo lejos, una luz azul rompió la niebla.

Majo la vio.
—¡Ignacio!

Él también corría hacia ella.

Se encontraron entre la niebla. Se abrazaron con fuerza, con lágrimas que no eran de tristeza, sino de alivio.

—Temí que me olvidarás —susurró Majo—. Temí… olvidarte.

—No, Majo —dijo Ignacio, con la luz azul ardiendo en sus ojos—. El olvido no podrá contra nosotros.

El mundo parecía guardar silencio… hasta que una risa estremecedora surgió de las nubes.

Jajajajaja…

Ambos voltearon.

En el centro de la ciudad —ya cubierta de niebla— se alzaba un espejo gigante, negro como la noche, flotando sobre los edificios. Del cristal oscuro emergía una figura colosal sin rostro, hecha de humo, sombras y vacío.

La Voz del Olvido.

Había regresado. Y esta vez… no estaba sola.

El corazón de la historia

Frente a ellos, la figura gigantesca se alzaba como una tormenta viva: la Voz del Olvido, sin rostro, sin forma, solo humo, niebla… y un silencio que amenazaba con tragarse el mundo entero.

A su alrededor, la ciudad se desvanecía lentamente. Palabras flotaban por el aire antes de deshacerse como ceniza. Las notas de las canciones se caían de los pentagramas. Los colores se borraban de los cuadros.

La Niebla del Olvido rodeaba la figura como un ejército invisible, respirando en cada sombra.

Pero Ignacio y Mariajose no retrocedieron.

Estaban paralizados por un instante, sí… pero no por miedo, sino por la certeza del momento.
La historia entera dependía de ellos.

Y fue Milu, con un solo ladrido agudo, quien rompió el hechizo del silencio.

—¿Estás listo? —preguntó Majo, mirando a Ignacio con decisión.

Él apretó su mano.
—Lo estoy.

—Entonces, ¡vamos!
—¡JAMÁS OLVIDARÉEEEEE! —gritaron al unísono, como si su grito fuera un conjuro.

Y el cielo… respondió.

Dos luces brillantes se encendieron entre las nubes.

Primero lejanas, como estrellas fugaces… luego más cerca, veloces, cálidas, imponentes.

Los corceles mágicos.

El de Ignacio: mitad halcón, mitad tigre, con alas majestuosas y ojos que brillaban como faros en la noche.
El de Mariajose: un unicornio dorado de crin brillante y cuerpo fuerte, con un cuerno que destellaba como un rayo de esperanza.

Descendieron en picada, listos para llevarlos al corazón de la historia, el lugar donde todo había comenzado. El único lugar donde la verdad no podía ser borrada.

Majo y Igna se montaron en sus criaturas con determinación. Las alas se desplegaron, el viento rugió. Y justo cuando despegaban...

Milu ladró otra vez.

—¡Milu, no! —gritó Majo mientras el unicornio alzaba vuelo.

Pero ya era tarde: la pequeña perrita había mordido la cola del unicornio y ahora colgaba en el aire, con las orejitas agitándose y una mezcla de terror y valentía en sus ojitos.

—¡Aguanta, Milu! —gritó Ignacio entre risas y nervios.

Volaban juntos. Alto. Rápido. Brillando.

Porque el final los esperaba.

Y el olvido… aún no había ganado.


El viaje al pasado


Montados en sus corceles mágicos, Ignacio y Mariajose surcaban el cielo envueltos por la bruma dorada que emergía del espejo de estrella. Milu, fiel y temblorosa, seguía colgando de la cola del unicornio con ojos de asombro… y un poco de vértigo.

Majo sonrió y miró a Ignacio volando a su lado.

—Tenías razón, Igna. Íbamos a necesitar nuestros corceles mágicos.

Ignacio rió con fuerza.
—Siempre necesitamos lo que creemos imposible.

De pronto, el cielo se abrió frente a ellos.

Un portal en forma de estrella giraba sobre las nubes, iluminando el cielo como un sol antiguo. Al cruzarlo, sintieron el aire cambiar. Era más fresco. Más inocente. Más lleno de memoria.

Y entonces lo vieron.

Un parque, en el pasado.
Niños corriendo, riendo, saltando charcos de agua. Entre ellos, tres figuras pequeñas pero conocidas: el tío Chris, Rubén y Mónica… cuando eran niños.

—¡Es mi papá! —susurró Majo.

—Y mi mamá… —dijo Ignacio, boquiabierto.

El pequeño Chris estaba sentado solo, con la cabeza baja. Sus zapatos estaban rotos, uno tenía la suela despegada. Un grupo de niños se burlaban de él, señalando y riendo.

—¡Mira sus zapatos! ¡Parecen del siglo pasado!
—¡Debe vivir en una biblioteca vieja!

Chris trató de esconderse tras un árbol, con los ojos llenos de vergüenza.

Pero entonces… llegaron Mónica y Rubén.

—¡Dejen a mi hermano en paz! —gritó Mónica, con fuerza.
—¿Qué importa si sus zapatos están rotos? —añadió Rubén—. ¡Tenemos algo que ustedes no tienen!

Los niños burlones retrocedieron, confundidos.

—Tenemos imaginación —dijo Mónica con una sonrisa desafiante—. Y el poder de proteger lo que amamos.

Rubén abrió la mochila y sacó un pequeño objeto hecho a mano: una llama dibujada en papel brillante, doblada con esmero y decorada con crayones.

—Esto es la llama eterna —dijo—. Y mientras la tengamos, nunca estaremos solos.

Chris los miró, emocionado.
—¿De verdad creen que puedo ser un guardián?

—Ya lo eres, Chris —dijeron al unísono—. Y tenemos la mejor mamá del mundo para demostrártelo.

En ese momento, una voz cantarina se acercó entre risas.

—¿Alguien quiere chocolate caliente?

Era ella.

La abuela Flor.

Joven, radiante. En sus manos, una bandeja con tazas humeantes.

Los niños corrieron hacia ella, dejando atrás a los chicos burlones. Rieron. Cantaron. Jugaron con palabras inventadas.

Pero entonces… la abuela Flor se detuvo.
Y miró directamente a Majo e Ignacio.

Sus ojos brillaban como si pudieran ver más allá del tiempo.

—Los veo —dijo con voz suave—. Mis dos luceros.

Majo e Ignacio se miraron, sin saber si llorar o hablar.

—Ustedes son la esperanza. Son quienes cuidarán la llama cuando los adultos la olviden.
Y entonces les guiñó un ojo.

—Recuerden esto:
La llama eterna vive… porque ustedes la mantienen encendida.

Y en ese instante… la luz del recuerdo comenzó a disiparse.

El portal de estrella los llamaba de regreso.

La batalla los esperaba.


El mensaje de la guardiana


Mientras las versiones más jóvenes de Mónica, Rubén y Chris reían bajo el árbol, saboreando chocolate caliente y compartiendo cuentos secretos, la abuela Flor se acercó lentamente a donde estaban Ignacio y Mariajose, aún invisibles para los demás.

Milu la reconoció al instante. Corrió hacia ella moviendo la cola con emoción, como si la hubiera estado esperando toda la vida.

La abuela Flor se agachó, acarició a Milu y luego miró a los dos niños con una ternura que podía detener el tiempo.

—Abue Flor —dijo Ignacio, con los ojos vidriosos—. El futuro está en peligro… el olvido se está apoderando de todo. Tenemos miedo… miedo de no poder salvarlo.


Flor no respondió de inmediato. Abrió su bolso —el mismo de siempre, el de las magias sencillas— y sacó dos pequeños dulces envueltos en papel brillante.

—No están solos —dijo con suavidad—. Tienen el reflejo, la luz… y ahora también el recuerdo.

Les entregó los dulces con manos cálidas.

—Lleven uno a tu papá, Majo, y uno a tu mamá, Ignacio. Cuando los prueben, recordarán quiénes fueron… guardianes de la llama eterna.
Y el tío Chris… bueno, él sigue siendo un niño por dentro. Solo necesitan recordárselo.

Majo tomó el dulce con cuidado.
—Abue… ¿son los mismos dulces que siempre cargabas?

La abuela sonrió con picardía.

—Siiiiii, los mismos. ¿Por qué creen que sigo siendo una niña por dentro? No es el dulce… es lo que uno guarda con él.

Ignacio y Mariajose se miraron.
Había magia en esa mujer. Siempre la hubo.

La abuela Flor les acarició el rostro a ambos, uno por uno.

—Ahora vuelen, mis luceros. El tiempo… no se detiene.

Majo ayudó a Milu a subirse esta vez al lomo del unicornio. La perrita se acomodó feliz, con una mirada de “¡por fin me suben como se debe!”

Ignacio montó su corcel alado.

Y juntos, con el brillo del pasado en los ojos, volaron de regreso al futuro.

El viento llevaba la voz de la abuela como un susurro que los acompañaría siempre:

“Recordar es volver a amar.”


El despertar de los guardianes


A través del portal en forma de estrella, Ignacio, Mariajose y Milu regresaron al presente.

Pero Bogotá ya no era la misma.

La ciudad estaba completamente sumergida en la niebla del olvido. Calles sin memoria, parques en silencio, libros borrados y colores apagados. Y en lo alto, sobre los edificios más antiguos, la Voz del Olvido, enorme y sin rostro, flotaba alimentándose de los recuerdos como un vacío viviente.

Los corceles mágicos descendieron suavemente frente a la casa.

Adentro, Rubén y Mónica, los padres de Majo e Igna, estaban allí… petrificados.

—Es ahora —dijo Ignacio con decisión.

Ambos bajaron de sus corceles y se acercaron con cuidado. Sacaron los dulces que la abuela Flor les había dado y los colocaron en las manos de sus padres.

Primero, Mónica.

Sus dedos comenzaron a moverse lentamente. Un resplandor suave la recorrió desde el pecho hacia los ojos. Volvió a respirar.
—¿Qué… qué está pasando?

Ignacio se abalanzó sobre ella.
—¡Mamá! ¡Mamá! ¡Pensé que me habías olvidado!

Mónica lo abrazó con fuerza.
—Eso jamás —susurró, con lágrimas en los ojos.

Luego, Rubén comenzó a recuperar sus colores. Sus hombros se movieron, su rostro volvió a tener expresión. Abrió los ojos.

—¿Majo?

—¡Papá! ¡Estoy aquí! ¿Me recuerdas?

Rubén la miró por un segundo… y la abrazó con el alma entera.
—Jamás te olvidaría, mi niña.

El reencuentro fue breve, porque la realidad los llamaba.

—¿Qué está pasando? —preguntó Mónica, ahora de pie junto a su hermano y su hija.

—Es el olvido, respondió Majo con firmeza. —La voz y la niebla del olvido se han unido. Y no sabemos cómo detenerlas.

Rubén frunció el ceño.
—Necesitamos al tío Chris… pero él está en Holanda.

—No te preocupes —dijo Majo con una sonrisa—. Milu, ¡ve por el espejo de estrella!

La perrita corrió emocionada y volvió con el espejo entre los dientes. Ignacio preparó los amuletos, colocándolos uno por uno en su lugar.

El espejo brilló… y Chris apareció al otro lado.

—¡Muchachos! —exclamó, alarmado—. ¿Ven lo que está pasando? ¡No hay música ni recuerdos…!

—Lo sabemos —dijo Mónica, con fuerza—. Pero la nueva protectora de la estrella y el guardián de la luz azul aún están aquí.
El momento… ha llegado.

Majo, Ignacio, Mónica y Rubén se tomaron de las manos.

El espejo de estrella comenzó a brillar con una intensidad cegadora.

La Voz del Olvido, desde lo alto, giró su cabeza sin rostro hacia ellos.

—¡Noooooo! ¡Ustedes han recordado! ¡Esto no puede ser!

Y entonces… una figura de luz atravesó la niebla.

La abuela Flor.

Vestida con una túnica resplandeciente, flotando entre memorias como un faro del pasado.

—¡Muchachos! ¡Es ahora! —gritó—. ¡Díganlo!

Y lo dijeron.

Todos juntos, desde el alma:

—¡JAMÁS OLVIDARÉEEEEEE!

El espejo de estrella estalló en luz.
Los amuletos giraron como constelaciones.
Los corazones de todos los presentes brillaron como soles.

La figura sin rostro gritó.
Y el espejo oscuro del olvido se rompió en mil pedazos.

Una luz infinita iluminó todo.
Por un segundo, el mundo entero recordó.

Cuando la luz se desvaneció…
Majo, Ignacio y Milu estaban de nuevo en la habitación de Ignacio. El espejo descansaba tranquilo sobre la mesa.

Afuera, el mundo sonaba de nuevo.

Alejandra, la mamá de Majo, golpeó suavemente la puerta.

—Majo, Milu, tenemos que irnos.

Majo miró a Ignacio y sonrió.

—Lo logramos.

—Sí —dijo Ignacio—. Lo logramos.

En la puerta, Mónica abrazó a su sobrina.

—Nos vemos pronto… protectora de la estrella.

Majo sonrió.

—Chao, guardiana de la llama eterna.

Ambas se rieron. Y se dijeron adiós.

En el auto, Alejandra miró a su hija con curiosidad.

—¿Por qué te llamó así la tía Mónica?

Majo se encogió de hombros con una sonrisa pícara.

—Ah… la abuela Flor nos llama así por molestar…

Mientras el auto se alejaba por las calles de Bogotá iluminadas, Milu sacó la cabeza por la ventana.

El cielo brillaba.

Y el mundo de los recuerdos… estaba a salvo, una vez más.


 Por ahora
La Protectora de la Estrella ha cumplido su misión.
Bogotá volvió a brillar, la Niebla del Olvido se desvaneció… y lo hizo con el coraje de una niña que, aunque decía que no le gustaba leer, descubrió que las verdaderas historias se llevan en el corazón.

Hoy, la estrella que guía a Majo descansa.
Milu corre por el jardín como si nada hubiera pasado, y la ciudad respira tranquila.
Pero quienes conocen a Majo —quienes la han visto bailar, reír, volar entre libros (aunque diga que no), saben que su historia aún no ha terminado.

Porque Majo no está sola.
Tiene a su mamá Aleja, que la cuida con ternura y entrega todo lo mejor de sí cada día.
Tiene a su papá Rubén, que trabaja sin descanso y guarda en silencio el orgullo más profundo.
Ellos lo saben, como lo sabemos todos:
ella es una niña única, valiente, luminosa.

Y mientras su estrella siga brillando,
la magia no se ha ido.
Solo duerme…

…hasta que vuelva a ser necesaria.


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