La Raíz del Desorden: El Eje del Norte

La brújula despierta


Y justo así, todo había vuelto a la normalidad… o por lo menos, eso parecía. Ignacio aún no olvidaba su última aventura. Había aprendido mucho, no solo sobre civilizaciones antiguas, sino también sobre sí mismo. Había hecho amigos olímpicos —por así decirlo— y cada noche soñaba que nadaba otra vez junto a Poseidón y sus tritones, o que surcaba el cielo con las alas de Dédalo.

A veces, al mirar el cielo, imaginaba que entre las nubes descendería su fiel Gryphos para llevarlo de nuevo a la isla de Afrodita, flotando entre las estrellas. Pero también disfrutaba de la calma. Se sentía feliz compartiendo días tranquilos con su padre Billy y su madre Mónica, y aunque su hermana Mariana a veces lo sacaba de quicio con bromas pesadas, siempre lograba contentarlo con un desayuno sorpresa.

Aquel mundo de fantasía había despertado algo nuevo en él: una pasión imparable por leer, por aprender, por descubrir los secretos de la historia —de nuestra historia. Y aunque su vida volvía a ser la de un niño normal, sabía que no estaba solo. A muchos kilómetros de distancia, tenía un cómplice: el Tío Chris. Con él había aprendido a leer el Libro del Dragón, y comprendido que ese libro no estaba completo... porque se escribía con los recuerdos que aún estaban por nacer.

Y cuando todo parecía estar normal…

-Lunes por la mañana: como todos los días, Ignacio esperaba el bus escolar en el mismo lugar de siempre. Pero ese día, el bus se detuvo en una calle diferente y casi no logra llegar a su primera clase.

-Martes por la tarde: mientras jugaba fútbol con sus amigos, notó que varios jugadores metían el gol en la portería equivocada… más de una vez.

-Miércoles por la noche: en las noticias hablaban de aviones aterrizando en ciudades equivocadas, como si los pilotos hubieran olvidado sus destinos.

-Jueves en la tarde: mientras iba en el auto con su mamá Mónica rumbo al dentista, el GPS parecía no saber cómo llegar al consultorio. Y al salir, mientras caminaban hacia el carro, Ignacio notó algo aún más extraño: un grupo de personas miraba al cielo, confundidas. El sol y la luna brillaban juntos —sin formar un eclipse— como si el sol no supiera en qué dirección esconderse, y la luna dudara si debía salir o regresar.

En ese instante, Ignacio lo sintió con fuerza: algo estaba muy mal. Una vibración le recorrió el pecho, como un tic-toc que no venía de ningún reloj. Apretó el puño con fuerza y alzó la vista hacia el cielo, completamente consternado.

Camino a casa, Ignacio intentó explicarle a su mamá ese extraño sentimiento de… ¿desorientación? Pero solo recibió una mirada confusa de Mónica, quien, con su voz dulce y serena, le respondió:

—Tranquilízate, no te estoy entendiendo. Esperemos a que lleguemos a casa, te tomas una taza de avena caliente, descansas… y verás que mañana todo estará mejor.

Ignacio respiró profundo mientras miraba por la ventana del carro. Afuera, las personas caminaban como sin rumbo, algunos carros iban en contravía… y el sol, el sol aún brillaba. Esto no es normal, pensó. Tengo que hablar con mi tío Chris. Él entenderá.

Al cruzar la puerta de su casa, lo recibió una escena aún más extraña: su hermana Mariana ya estaba allí.

—¿Qué haces tan temprano en casa? Deberías estar en la universidad —preguntó.

—No sé —respondió Mariana, rascándose la cabeza—. No sabía si tenía clase en la sede del norte o en la del sur… y además tengo un tic-toc en la cabeza, como un pitido que no me deja en paz. Preferí regresar. Las personas están actuando raro en la calle…

—¿Tú también escuchas ese tic-toc? —preguntó Ignacio, con los ojos muy abiertos.

—Sí, pero ya me tomé un analgésico. Ya se me pasará…

Ignacio la miró con duda, y sin perder tiempo exclamó:

—¡Mamá, voy a llamar a mi tío Chris! Quiero oírlo…

Corrió a su habitación. Al cerrar la puerta, notó que una luz comenzaba a intensificarse más allá de su ventana. Se acercó. El cielo parecía arder en movimiento, y de pronto… una estrella fugaz comenzó a descender con una velocidad impresionante.

El Libro del Dragón brillaba. La piedra de jade —donde la silueta del dragón estaba tallada— irradiaba una luz extraña, y sus páginas palpitaban… como si quisieran abrirse solas.

Con el corazón latiéndole con fuerza, Ignacio se acercó lenta pero decididamente al escritorio. Sus manos temblaban, pero eran manos valerosas. Abrió el libro… y en ese instante, una pequeña burbuja de luz salió flotando desde el interior.

Ignacio la observó con asombro. Se acercó con cautela, estiró un dedo… y al tocarla, la burbuja estalló suavemente.

Como si hubiese contenido un mensaje atrapado, una imagen borrosa —una especie de holograma oleoso— emergió sobre las páginas del libro. Era la figura de un pequeño duende, o quizás un enano diminuto, gritando desesperadamente:

—¡Ayuda! ¡Ayuda! ¡Ayudaaaaa!

Corría de un lado al otro sobre el libro, tropezando, girando, sin saber qué dirección tomar…

—¡Ignacio! ¿Qué estás haciendo? ¿Qué es todo ese ruido? —gritó su mamá Mónica desde la sala.

—¡Nada, mamá! Es el tío Chris en altavoz… ya sabes que está como loco —respondió Ignacio, mientras le hacía señas al pequeño enano para que no hiciera ruido.

—Cálmate —le dijo a la criatura—, tranquilo…

El diminuto ser se llevó ambas manos a la cabeza y exclamó:

—¡Dime, por favor, que tú eres el Guardián de la Luz Azul! ¡Siento que llevo eternidades buscándote! Me subí a la estrella del norte… o tal vez era la del sur… o quizá no era una estrella, porque las estrellas normalmente saben a dónde van… ¡y esta claramente no tenía ni idea! Creo que era de otra galaxia. O una piedra con fiebre… ¡no sé!

—Sí, sí, soy yo… pero ¡cálmate! —respondió Ignacio, intentando contener al pequeño hombrecillo que parecía más confundido que él mismo—. Para empezar, dime quién eres.

—¡Soy Suðri! Bueno… o Suori… ¡ya ni sé! Vengo desde el sur… ¿o era el norte? Bueno, soy el Guardián del Sur. Mis tres hermanos y yo cuidamos los puntos cardinales. Somos los que le decimos al sol en qué dirección debe salir… ¡y también en cuál esconderse!

Hizo una pausa, con los ojos llenos de angustia.

—Pero… se los han llevado. ¡Se los han llevado!
Y yo… yo… ¡he perdido mi norte!

Ahora lo entiendo todo, pensó Ignacio en voz baja…
¿Quién se los llevó? ¿Cómo llegaste hasta mí? ¿Qué puedo hacer? ¡El mundo está hecho un caos…!

El pequeño enano se rascó la barba con fuerza.

—Pues, ¿cómo empiezo…? Estaba con mis hermanos, jugando con el viento y cantando:
—“Norte, sur, este, oeste, ¡tendremos una fiesta! Norte, sur, este, oeste, el cuerpo debes mover… Norte, sur, este, oeste, hazlo así como yo… ¡Uoooooo! Ya tú sabes.”

—Y entonces —continuó— un ventarrón me sopló en la cara y cuando abrí los ojos… ¡ya no estaban! ¿Me escuchas? ¡Ya no estaaaaaban!
Así que corrí por el puente Bifröst para buscar a Odín y pedir ayuda, pero los colores del arcoíris estaban todos cambiados… ¡casi ni logro llegar!

Cuando al fin puse un pie en Asgard… era un caos. Odín estaba casi ciego, y Frigg no paraba de llorar.
Fue Loki quien me lo dijo. Y aunque no siempre se le puede confiar nada a ese dios tan travieso… sus palabras tenían sentido.

—"¿Sabes qué me dijo?" —preguntó el enano, abriendo los ojos como platos—. ‘Si alguien puede ayudar cuando el orden se borra y los caminos se tuercen… es ese Guardián de Luz Azul. Lo conocí por mi amigo Dionisio —un dios griego con el que hago fiestas eternas—. Él me contó que el muchachito los salvó del Olvido en el Olimpo. ¡Un verdadero campeón, aunque un poco serio!’

—Así que… —dijo el enano con tono decidido— tomé la primera estrella que vi pasar. ¿La del norte? ¿O era del sur? ¿O un cometa? ¿O un asteroide? ¿O un taxi galáctico con luces de feria? No sé, pero me subí.

—¡Por favor, concéntrate! —dijo Ignacio, tapándose la cara con la mano.

El enano se irguió, respiró profundo y preguntó con tono solemne:

—Entonces… ¿vienes o no?

Antes de que Ignacio pudiera responder, el pequeño sujeto su dedo pulgar con fuerza, y en ese instante, una luz azul y dorada envolvió toda la habitación…

Una nueva aventura había comenzado.
Esta vez en el norte.
¿O era el sur?

El puente helado


Cuando la luz azul y dorada se desvaneció, Ignacio ya no estaba en su habitación.

Sus pies tocaron con suavidad una superficie firme, blanca y crujiente. Abrió los ojos. Estaba de pie sobre un puente congelado, suspendido entre dos abismos de nubes, y a su alrededor, el viento silbaba con una melodía que no pertenecía a ningún lugar conocido.

El aire era denso, antiguo, lleno de una magia que parecía más vieja que la memoria.

El frío no era solo físico. Era un frío que se colaba en los pensamientos, en los recuerdos, en la brújula misma de su alma.

Frente a él, a lo lejos, se alzaban las murallas de una ciudad dorada. Las torres se extendían hacia un cielo herido, y los techos puntiagudos de Asgard brillaban con un resplandor apagado, como si el mismísimo sol dudara en alumbrarla.

Ignacio bajó la vista y notó que Suðri aún sujetaba su dedo. El contacto seguía firme, como si la transición entre mundos no hubiera roto ese lazo.
Por un instante, sintió que no estaba solo.
—¿Suðri? —susurró, sin esperar respuesta.

Entonces, justo cuando lo dijo, un leve resplandor se encendió en el dedo que aún lo unía al enano. La luz creció en intensidad hasta formar, frente a él, una figura diminuta: un eco de Suðri, hecho de luz azul entrelazada con grietas doradas.
No era un cuerpo, sino una proyección… un último mensaje.

—Ignacio —dijo la voz del enano, casi con tristeza—. No queda mucho tiempo… Pero antes de irme, hay algo que debes tener.

La figura extendió su mano etérea y de ella surgió una pequeña brújula, redonda y antigua, con grabados rúnicos en los bordes y una aguja que giraba perezosamente en espirales de luz azul.

—Esta brújula me llevó a ti. Fue la única forma de encontrarte entre la niebla, el caos… y el Olvido. Es más antigua que los mapas. Más vieja que los nombres del viento.
Guárdala bien. Donde tus ojos fallen, ella te recordará el camino.

Ignacio la recibió con asombro. Apenas la sostuvo, la aguja se alineó con un leve pulso de energía.

La figura de Suori titubeó, casi con vergüenza.
—Guardián… no puedo quedarme aquí. Es más, no sé ni qué hago aquí…
—Bueno sí sé, pero no mucho. ¡Ay! —se jaló la barba con desesperación.
—Ahora tengo que hacer el trabajo de todos, ¿entiendes? ¡De todos! Y yo ni siquiera sé cómo hacer el mío.
Hizo una pausa. Sus ojos se abrieron de par en par.
—Y ahora que el equilibrio está perdido… creo que el más perdido soy yo.
—Pero calma… calma, Suori… tú puedes —se dijo a sí mismo, dándose golpecitos en el pecho como si eso ayudara.
—¡Claro que puedes! Tú eres Suðri, el… el… bueno, el que hace cosas.
Levantó un dedo en el aire, como si estuviera a punto de declarar una gran verdad.
—Esto no es un adiós, Guardián. Es un “nos vemos luego”. ¿O me verás tú? ¿O nos veremos allá?
Se encogió de hombros.
—No importa. Confío en ti.

Y con una pequeña reverencia mal hecha, la figura de Suori se desvaneció en un rayo de luz azul temblorosa, dejando a Ignacio con una brújula en la mano… y una sonrisa extraña en el corazón.

Ignacio se quedó solo en el puente helado, con el dedo en una mano y la brújula en la otra.

No sabía exactamente qué vendría después. Pero ahora, al menos, tenía una guía.

Avanzó. Cada paso sobre el puente helado crujía como una palabra antigua rompiéndose.
No sabía quién lo esperaba del otro lado, pero sí sabía una cosa: el mundo había perdido el norte, y ahora… él tenía que encontrarlo.

Descendió del puente helado con el corazón latiendo fuerte, no de miedo… sino de certeza. Algo estaba mal. Muy mal.

A cada paso que daba, el paisaje parecía cambiar sutilmente. Las montañas se curvaban hacia el cielo, como si el horizonte hubiese olvidado su forma. El viento soplaba en círculos, y la nieve no caía… subía. Las constelaciones no permanecían fijas: danzaban como si buscaran un lugar que ya no existía.

En lo alto del cielo, dos figuras colosales trazaban espirales infinitas. Lobos. Uno negro como una noche sin estrellas. El otro, plateado como la luna llena.

Sköll y Hati.

Eran los antiguos perseguidores del sol y la luna. Su carrera eterna mantenía el equilibrio del cielo. El día nacía cuando uno mordía el borde del amanecer. La noche caía cuando el otro tocaba la sombra del ocaso.

Pero ya no corrían con dirección. Ni con propósito.

Ahora giraban en círculos perfectos, como atrapados en una danza sin sentido.
El sol y la luna no huían. Los lobos no cazaban.
Solo giraban.

Ignacio alzó la vista y sintió un nudo en la garganta. Nunca había visto tristeza en una criatura tan enorme. Pero ahí estaba: el lobo negro, Sköll, aullaba sin sonido, como si rogara por instrucciones que el cielo había olvidado.
Y Hati, el plateado, giraba con la mirada perdida, su aliento helado trazando figuras desordenadas entre las nubes, como si buscara un camino que se había borrado de los mapas del universo.

El Guardián cerró los ojos. No era solo que el cielo estuviera roto.

Era que sus guardianes también estaban olvidando por qué lo sostenían.

El cielo entero era un reloj roto.

Ignacio sintió un pinchazo en el pecho. La brújula azul colgada de su cuello comenzó a temblar. No giraba. No apuntaba. Solo latía.

Cerró los ojos un segundo. Imaginó a su familia. A Mariana, que seguramente estaría preocupada. A su madre, a su padre… al tío Chris, que quizá en ese mismo momento también sentía el desequilibrio desde el otro lado del mundo.

El mundo está enfermo, pensó Ignacio.
Y ni los dioses saben cómo curarlo.

Las puertas de Asgard se abrieron solas.

Entró en silencio, cruzando un salón largo como una historia sin final. Los pilares eran de piedra blanca, tallados con runas que ya no brillaban. Las antorchas no ardían con fuego: solo chispeaban, como si hasta la llama estuviera confundida.

Al fondo, sobre un trono tallado en la misma raíz del tiempo, un anciano encorvado reposaba con los ojos cerrados.

O mejor dicho: con el ojo cerrado.

El otro, el izquierdo, era un abismo cubierto por un vendaje antiguo, cargado de visiones que ya no encontraba sentido.
Odín.

A su lado, erguida con la elegancia de una diosa y la tristeza contenida de una madre, una mujer de vestido azul profundo sostenía la escena como si su sola presencia impidiera que el mundo se desmoronara.
Frigg.

Por un momento, nadie habló.

Solo el eco del viento helado entrando por los muros le recordaba que el tiempo aún existía.

Frigg fue la primera en moverse. Bajó lentamente los escalones del trono, mirándolo con cautela… y con duda.

—Eres… ¿el Guardián de la Luz Azul? —preguntó con una voz como agua derramada sobre hielo.

Ignacio asintió en silencio.

Frigg miró a Odín, luego de nuevo al niño frente a ella.
—Eres muy joven…

Odín abrió su único ojo. Su mirada era profunda, pero cansada, como si arrastrara siglos sin dormir.

—¿Y dijiste que fue… Suðri quien te encontró? —murmuró, con una ceja arqueada de forma casi divertida—. Ese enano apenas sabe atarse los cordones del zapato izquierdo.

Frigg suspiró.
—Loki mencionó que uno de sus antiguos aliados en el Olimpo habló de ti. Dijo que habías salvado a su mundo cuando la niebla intentó devorarlo todo.
—Dionisio —añadió Odín—. Entre fiesta y fiesta, dice cosas que parecen tonterías… pero no siempre lo son.

El Guardián dio un paso al frente.

—Yo no sé si soy lo que esperan. Pero si el mundo está perdido, quiero ayudar a encontrarlo.

Odín lo miró largo rato. Entonces, lentamente, levantó una mano temblorosa, no como un dios que da órdenes, sino como un sabio que aún guarda una chispa de fe.

—Entonces escúchanos, Guardián… porque el mundo ha dejado de girar… y los que aún lo recuerdan… están olvidando por qué.

El silencio se extendió como un velo tras las palabras de Odín.

Entonces, sin que nadie lo anunciara, una figura apareció al fondo del salón. No caminó: avanzó como si siempre hubiera estado allí, entre las sombras. Su armadura era negra y plateada, gastada por el tiempo y la memoria. No llevaba capa. No necesitaba una.

Sus pasos no hacían eco. Como si el suelo reconociera su andar.

Ignacio lo miró con asombro. No era tan imponente como los dioses que había imaginado. Pero su presencia tenía algo distinto. Algo que se había enfrentado a la muerte… y había regresado.

—Hermóðr —dijo Odín, apenas levantando la voz.

El recién llegado inclinó la cabeza. Sus ojos, grises como la ceniza, se posaron sobre Ignacio con una mezcla de reconocimiento y examen.

—El Guardián… —murmuró—. No eres como te soñé.

Ignacio parpadeó.

—¿Tú me soñaste?

Hermóðr asintió, sin sonrisa.
—Soñé que alguien vendría. Alguien que recordaría lo que el mundo está olvidando.
No sabía que sería un niño. Pero los sueños verdaderos no siempre revelan las formas… sólo la dirección.

Frigg se acercó a el guardián y puso una mano sobre su hombro.
—Él será tu guía. Si quieres entender qué ha pasado… debes ir a donde la memoria muere: Helheim.

Ignacio sintió un escalofrío.
—¿La tierra de los muertos?

—No sólo muertos —dijo Hermóðr—. Olvidados.

El aire pareció congelarse en el salón. Hasta las runas de las columnas temblaron un segundo.

Odín alzó su bastón y trazó una línea invisible en el aire.
—El Bifröst aún puede abrirse para ustedes. Pero cuidado… sus colores ya no están en orden.

Hermóðr extendió una mano hacia el guardián.

—¿Estás listo?

Ignacio tragó saliva. Miró su brújula, que ahora brillaba con un azul frío y decidido.
Asintió.
—Sí. Vámonos.

Y juntos, cruzaron hacia la niebla.

El cruce por el Bifröst no fue como Ignacio lo recordaba de los mitos.
Los colores estaban invertidos. El rojo era hielo, el azul ardía, y el verde… el verde no estaba.
Era como si el puente entre los mundos también hubiera olvidado quién era.

No supo cuánto tiempo viajaron. O si de verdad estaban viajando. Solo sabía que Hermóðr lo sujetaba del brazo, firme, como un ancla entre el presente y lo imposible.

Y entonces, ocurrió.

Una vibración le recorrió el cuerpo. La brújula azul palpitó con violencia.
El tiempo se torció.
Y la visión lo alcanzó.

Un destello blanco…
Un bosque ennegrecido…
Y una figura.

Un elfo. Hermoso y terrible a la vez. Su piel era tan pálida como la luna reflejada en hielo. Su cabello blanco flotaba como si estuviera bajo el agua.
Y sus ojos…

Uno dorado. El otro, atravesado por una fisura negra que palpitaba como una herida viva.

Ignacio quiso hablar, pero no tenía boca. Quiso correr, pero no tenía piernas. Solo flotaba en la visión, atrapado entre el miedo y la fascinación.

El elfo alzó la mirada y… lo vio.

—¿Austri? —susurró Ignacio, sin saber por qué ese nombre escapaba de sus labios.

El elfo ladeó la cabeza.

—No. Él es mío.

—¿Quién… quién eres?

La figura sonrió. Una sonrisa torcida, rota, como si se arrepintiera de existir.
Su voz era un eco doble, como si hablara desde muchos recuerdos al mismo tiempo.

—Fui luz. Ahora soy lo que arde desde adentro.

Y entonces, desapareció.

Ignacio cayó al suelo. Su respiración era agitada, y el aire en Helheim era tan espeso que parecía tener forma. Hermóðr lo ayudó a ponerse de pie, sin preguntar nada.

—¿Lo viste? —preguntó Ignacio.
Hermóðr negó con la cabeza.
—Aquí… cada quien ve lo que el Olvido le permite.

Ignacio apretó la brújula en su mano.

—Ese elfo… tiene algo que no le pertenece.

Hermóðr no respondió. Solo lo miró con gravedad.

Y Helheim los recibió con un susurro que no venía de ningún lado… pero lo escuchaban desde todos.

Los pasos de Ignacio y Hermóðr se hundían en la escarcha mientras avanzaban entre columnas quebradas, árboles sin hojas y estatuas de seres que ya nadie recordaba.

No había viento en Helheim. Solo un aire espeso, casi líquido, que se movía como si respirara.

Ignacio no decía nada, pero sentía que algo —o alguien— los seguía.

De pronto, se detuvo. Una grieta se abría en el suelo frente a él, delgada, como una cicatriz que acababa de sangrar.

Desde lo más profundo de esa grieta, una voz surgió. No era humana. No era viva.
Era… una pregunta:

—¿Y si recordar es solo otra forma de perderse?

Ignacio dio un paso atrás. La brújula en su pecho tembló con violencia. Hermóðr alzó su bastón, tenso, pero no atacó.

Las paredes de la grieta comenzaron a brillar. No con luz, sino con fragmentos de visiones. Rostros. Voces. Lugares que Ignacio no conocía… pero que de algún modo sentía suyos. Un jardín con estatuas rotas. Una biblioteca inundada. Una niña que lo llamaba por otro nombre.

—¿Qué es esto? —susurró Ignacio.

—Es el borde —respondió Hermóðr, con los ojos clavados en las imágenes—. El lugar donde la memoria se mezcla con lo que nunca ocurrió.

—¿Es real?

—No lo sé —dijo Hermóðr—. Pero ten cuidado. Hay verdades que el Olvido usa como trampas.

Una última imagen apareció ante ellos:
Una figura encapuchada, alta, de ojos completamente blancos, avanzaba por el hielo dejando a su paso huellas que se borraban al instante.
No tenía rostro. No tenía sombra. Pero en su pecho… llevaba una runa ardiente.

Ignacio la reconoció.
La había visto antes… en el Libro del Dragón.

Y entonces, la voz volvió a susurrar, desde todas partes al mismo tiempo:

—Uno de los cuatro aún recuerda. Pero no sabe quién es.

Ignacio dio un paso al frente, con la brújula vibrando como un corazón desbocado.

—¿Quién eres? —preguntó al vacío.

Y lo único que respondió…
fue el eco de su propia voz repitiendo:

—¿Quién eres?

Y Helheim los recibió con un susurro que no venía de ningún lado…
pero lo escuchaban desde todos.

Acertijos en la Penumbra


—La primera vez que pisé Helheim… no caminaba —dijo Hermóðr, rompiendo el silencio mientras avanzaban—. Cabalgaba sobre Sleipnir, el corcel de mi padre. Ocho patas, un alma, y más miedo del que cualquiera admitiría.

Ignacio lo escuchaba en silencio. A su alrededor, la bruma era tan densa que parecía tener peso. Cada paso en ese lugar era como hundirse en una idea vieja, olvidada por todos.

—Tardé nueve días en llegar —continuó Hermóðr, sin mirar atrás—. Nueve días de no saber si el tiempo avanzaba o si sólo era yo el que me deshacía. Vine a rogar por mi hermano, Baldr. Él había muerto... demasiado pronto. Ella, Nanna, su esposa, murió de pena poco después.

El viento no era viento. Era un murmullo antiguo, cargado de historias que nunca encontraron un final.

—Hela aceptó escucharme. Puso una condición para devolverlos: que todos los seres del universo lloraran por Baldr. Todos. Y así lo hicimos. Yo regresé a Asgard con su respuesta y lágrimas de medio mundo... pero bastó que uno solo no llorara.

Ignacio frunció el ceño.

—¿Quién no lloró?

Hermóðr entrecerró los ojos, como si esa herida aún respirara dentro de él.

—Dicen que fue una anciana. Otros dicen que era Loki disfrazado. Yo solo sé que no fue suficiente… y Baldr nunca regresó.

Se detuvieron ante una bifurcación entre dos columnas congeladas. El hielo no reflejaba sus figuras, sino sombras que no les pertenecían.

—No debería estar aquí otra vez —murmuró Hermóðr, en un tono que no iba dirigido a Ignacio, sino al lugar mismo—. Este reino no perdona a los que regresan.

Entonces, como surgidas del mismo vapor de los recuerdos, dos figuras se materializaron frente a ellos. Un hombre de cabello dorado y expresión serena. Una mujer de ojos dulces, pero tristes.

—Baldr… —susurró Hermóðr.

—Hermano —respondió la figura, acercándose sin tocar el suelo—. Has vuelto… pero no puedes quedarte.

La figura de Nanna tomó la mano de Baldr.

—Si cruzas esta vez, no podrás regresar. Hela ya no te recordará. No mientras el susurro la envuelva.

Hermóðr bajó la mirada. Por primera vez, Ignacio lo vio temblar.

Se arrodilló frente a Ignacio, llevando su mirada a la altura del Guardián.
Y en voz baja, casi como un susurro que tocaba el alma, dijo:

—Aquí termina mi camino contigo… pero no mi fe en ti.
A veces, el mayor acto de guía es saber cuándo hacerse a un lado.
Confía en tu luz, incluso cuando todo parezca sombra.

Ignacio asintió. Su brújula temblaba con suavidad, como si lo animara a seguir.

Hermóðr esbozó una media sonrisa. Era triste… pero llena de fe.

—No discutas con la oscuridad. Escúchala. A veces, en sus preguntas, se esconden las respuestas.

Y tras un último asentimiento, Hermóðr se quedó atrás. Ignacio cruzó solo entre las columnas, mientras el susurro de Helheim se volvía más intenso… más personal…
…como si ya supiera quién era.

Avanzó solo.

Cada paso que daba parecía resonar más adentro que afuera. El suelo bajo sus pies ya no era roca ni escarcha sólida. Era hielo. Fino, transparente, casi frágil… como si caminara sobre recuerdos cristalizados a punto de romperse.

Con cada pensamiento que cruzaba su mente —miedo, duda, rabia—, el hielo crujía.
No se rompía… pero protestaba.

A lo lejos, entre la bruma gris y la penumbra azul, una silueta comenzó a dibujarse. Un portal oscuro, gigantesco, esculpido en piedra negra y hueso antiguo. Y más allá, un trono alto, imponente, cubierto por raíces retorcidas que lo rodeaban como si lo estuvieran devorando desde adentro.

Y en ese trono, inmóvil, estaba ella.

Hela.

La mitad de su rostro era vida. La otra… era sombra. Sus ojos estaban cerrados, como si no soñara, sino que soñaran con ella.

Y detrás del trono…
Una figura colosal.

Una serpiente monstruosa, de escamas oscuras como la noche sin luna, se enroscaba sobre sí misma. Jörmungandr.
El devorador de mundos.
Su cuerpo serpenteaba alrededor del trono, y entre sus fauces, huesos. Miles. De hombres. De gigantes. De dioses. Cráneos partidos. Costillas flotando. Todo masticado con una calma espeluznante.

Ignacio contuvo el aliento.

Y entonces, una voz.

—Oh, no temas por esa pequeña mascota mía —dijo una figura que emergía del aire mismo, elegante como una sombra consciente—. Tiene mejor gusto del que aparenta.

El elfo Skarnir.

Su piel era como la piedra pulida por siglos de oscuridad. Sus ojos, vacíos de compasión, destilaban burla. Caminaba con las manos entrelazadas a la espalda, como si llevara siglos esperando a que alguien apareciera solo para entretenerse un rato.

—Así que… el famoso Guardián de la Luz Azul.
Ignacio de Bogotá —dijo arrastrando las palabras, como si saboreara cada sílaba—.
Te esperaba más alto. O con una espada. O por lo menos… con un ejército.

El  no respondió. Solo respiró hondo y apretó la brújula colgada de su cuello.

—¿Nada? ¿Ni una frase heroica? Qué decepción. Bueno… no importa. Tal vez todo esto te esté resultando un poco... intimidante —añadió, señalando a la serpiente que seguía devorando sin prisa.

Skarnir levantó una mano… y chasqueó los dedos.

El mundo se quebró.

En un segundo, la oscuridad se desvaneció.
El trono ahora estaba rodeado de pilares de hielo cristalino, hermosos y resplandecientes. Flores azules brotaban del suelo helado, y una luz blanca, serena, iluminaba todo como si el amanecer acabara de llegar. Incluso Jörmungandr había desaparecido, como si nunca hubiese estado ahí.

Pero Ignacio no se dejó engañar.

Sentía que el aire no había cambiado.
Sentía el crujir del hielo bajo sus pies.
Sentía el vacío de los huesos que ya no veía.

—Trucos —dijo, alzando la voz por primera vez—. Esto no es real.

Skarnir sonrió, sin sorpresa.

—¿Y qué lo es, Guardián? ¿Una serpiente gigante devorando huesos? ¿Un trono atrapado por raíces que nadie nota? ¿Una reina que no gobierna?
Créeme… la ilusión es un refugio más cómodo que la verdad.

Y se acercó lentamente al trono, rodeando a Hela, que seguía inmóvil, con la mirada perdida en alguna niebla interior.

Se inclinó hacia su oído y susurró algo que Ignacio no alcanzó a oír.

Luego miró de nuevo al niño.

—Ella no te ve, ¿sabes?
Porque tú… no estás aquí.
Eres solo un recuerdo confuso en su mente.
Un reflejo sin peso.
Un espejismo de lo que pudo haber sido…
Y eso, Guardián… es lo que tú representas:
la ilusión de la esperanza.

—¡Sí estoy aquí! —gritó Ignacio, con una voz que retumbó como un rayo bajo el hielo—.
¡No soy una ilusión! ¡Y no vine a soñar!

El eco de sus palabras se estrelló contra los pilares de hielo, rebotando una y otra vez hasta que el lugar entero pareció detenerse por un instante.
Hela no reaccionó.
Ni un pestañeo.
Ni un suspiro.
Era como si la reina del inframundo estuviera atrapada dentro de su propio reflejo.

Skarnir se giró lentamente, con una sonrisa torpe y perezosa, como si el grito de Ignacio hubiera sido un chiste demasiado predecible.

—Mmm… interesante.
Crees que porque gritas, existes.
Como si el volumen fuera prueba de verdad.

Ignacio apretó los puños, pero Skarnir ya se alejaba, dando pasos ligeros sobre el hielo como si no pesara nada.

—¿Sabes qué es curioso, Guardián?
Hay quienes caminan sobre este hielo sin romperlo…
…y hay quienes caminan dentro de sí mismos hasta perderse.

Se detuvo frente a un espejo congelado que emergía del suelo, como un diente de cristal. Lo miró por unos segundos y luego le dio un golpecito con los nudillos.

—Dime tú, Ignacio de Bogotá…
¿Qué es más real: lo que ves… o lo que crees haber visto?

El Guardián dio un paso al frente, firme.

—No vine a responder acertijos disfrazados de frases bonitas.
Vine a buscar a Vestri.

—¡Ahhh, el enanito! —exclamó Skarnir con una falsa sorpresa—.
Tierno, testarudo, muy gritón. Lástima que nadie lo recuerda…
Bueno, casi nadie.

Ignacio lo miró con furia contenida.

—¿Dónde está?

Skarnir no respondió. Solo empezó a caminar en círculos alrededor del trono, sin dejar de observar a Ignacio.

—Tú vienes aquí con tu brújula y tu fe…
¿Y si te dijera que la fe también se pierde?
—¿Que incluso las brújulas giran en círculos cuando el mundo olvida el Oeste? ¿Cuando ya no queda nadie para recordar hacia dónde se oculta el sol?

Se detuvo frente a él, con los ojos muy abiertos, brillando con locura controlada.

—¿Qué dirección toma un recuerdo cuando nadie lo espera?
¿Qué camino sigue un nombre cuando ya no hay quien lo pronuncie?

Ignacio apretó los dientes.

—Basta.

—Basta, dice —repitió el elfo, haciendo una reverencia exagerada—.
Muy bien. Basta de juegos.
Vamos a hacer esto a tu manera.

Skarnir extendió los brazos y chasqueó los dedos. El hielo bajo los pies de Ignacio se volvió aún más delgado, casi invisible. Se abrieron grietas microscópicas como si el suelo ya respirara con ansiedad.

—Tres pasos. Tres acertijos.
Responde mal, y el hielo se rompe.
Responde bien… y quizá, quizá, te lleves algo más que un eco.

Ignacio frunció el ceño, desconfiado.

—¿De qué hablas, elfo burlón?

Skarnir entrecerró los ojos con fingida indignación.

—¡Burlón, dice!
No, no, no. Yo soy un anfitrión generoso. Un poeta del juicio. Un… embajador del ingenio.

Dio una vuelta sobre sí mismo, haciendo que su capa invisible ondeara como si existiera.

—Verás, esto es muy sencillo, Guardián.
Estás de pie sobre una capa muy fina de hielo. Tan fina… que no se rompe por milagro, sino por lógica.

Ignacio miró hacia abajo. Las grietas temblaban como si respiraran, esperando un error.

—Tres pasos —repitió Skarnir, levantando tres dedos largos y huesudos—.
Tres acertijos.
Cada respuesta correcta… es un paso más hacia lo que buscas.
Cada error… es un paso hacia abajo.

Hizo un gesto con los dedos como si alguien se hundiera lentamente en el abismo.

—Y por cada acierto… —añadió mientras miraba de reojo a Hela— una raíz cede.
Una atadura se quiebra.
Y quién sabe… tal vez esa reina congelada por fin despierte de su dulce confusión.

Se inclinó teatralmente, como si estuviera en una función de títeres.

—¿Listo, Guardián? Aquí va el primero.

Skarnir caminó en círculos, las manos cruzadas detrás de la espalda y una sonrisa como afilada con burla.

—Muy bien, Guardián.
Aquí va el primero. Presta atención… o no, da igual. El hielo no tiene favoritos.

Se detuvo justo frente a Ignacio, tan cerca que podía ver su reflejo distorsionado en los ojos del elfo.

—¿Qué ser camina en cuatro patas al alba… en dos al mediodía… y en tres al atardecer?

El silencio cayó como un peso invisible.

El hielo bajo los pies de Ignacio crujió. No como antes. Esta vez fue un sonido profundo, amenazante, como si el mundo entero estuviera conteniendo la respiración.

Ignacio tragó saliva.

Las palabras del acertijo le daban vueltas en la cabeza. Cuatro patas. Dos. Luego tres.
No era un animal. O tal vez sí.
¿El tiempo? ¿Un dios antiguo?

Dudó.

Y al dudar… el hielo gimió bajo sus pies.

Skarnir levantó una ceja.

—Oh, oh… ¿ya es demasiado para ti? No todos los guardianes vienen con garantía de lógica.
Pero tranquilo, niño brillante, no todos nacimos para caminar sin caernos.

Ignacio entrecerró los ojos. Respiró hondo.

Y entonces lo vio.

Un bebé, gateando entre cojines.
Un joven, corriendo por los pasillos de su colegio.
Un anciano, avanzando lentamente por una calle vacía, apoyado en un bastón.

—Es… —murmuró Ignacio, con una media sonrisa—
El ser humano.

—¿Qué? —Skarnir frunció el ceño, incrédulo.

—De niños, gateamos.
De adultos, caminamos en dos piernas.
Y de viejos… nos apoyamos en una tercera: el bastón.

El hielo se congeló. Por un segundo eterno, no pasó nada.

Y entonces…

¡CRACK!

Pero no hacia abajo.

Las grietas retrocedieron, se cerraron como cicatrices sanando.

Y más allá, en el trono cubierto de raíces, una de las más gruesas se contrajo violentamente.
Hela movió levemente la cabeza.
No abrió los ojos. Pero su mano, hasta ahora rígida, tembló.

Skarnir dio un paso atrás.

—Mira tú… —murmuró con una sonrisa torcida—.
A veces, hasta los niños aciertan sin saber cómo.

Pero en sus ojos había algo distinto. Una chispa de duda.

Ignacio alzó la barbilla, apenas.

—Uno. Faltan dos.

Skarnir aplaudió una sola vez, burlón.

—Qué emocionante. Vamos con el siguiente, entonces… antes de que tu suerte se rompa.

Skarnir caminó de espaldas, con los brazos abiertos como si presentara una obra de teatro solo para sí mismo.

—Qué sorpresa, Guardián.
Una respuesta correcta. Una raíz menos.
Una chispa de esperanza…

Se acercó lentamente al trono. Hela seguía inmóvil, con los ojos cerrados y el rostro inalterable. Pero su mano seguía temblando, muy levemente, como si algo en su interior luchara por despertar.

Skarnir se inclinó junto a ella.
Con un gesto cruel y casi íntimo, tomó un mechón de su largo cabello blanco y lo enredó entre sus dedos como si jugara con el hilo de una marioneta.

—¿Sabes lo que más me divierte, niño valiente?
Esa idea absurda de que el silencio es vacío.
No lo es. El silencio lo llena todo. Es cómodo. Seguro. Silencioso.

Volvió a mirar a Ignacio, sonriendo como si compartieran un chiste secreto.

—Vamos a ver si puedes romper eso también.

Se irguió de nuevo, levantando un dedo en el aire como si estuviera dictando una lección:

—Soy lo que se rompe con solo nombrarlo.

Ignacio respiró profundo.
Esta vez no dudó.

El frío a su alrededor era distinto. Ya no solo era un hielo físico… era un hielo mental, un silencio tan profundo que parecía que Helheim entero contuviera el aliento, esperando.

Y justo en ese instante, lo entendió.

—El silencio —dijo.

Skarnir parpadeó.

—¿Ya? ¿Tan rápido?

Ignacio no respondió. Solo lo sostuvo con la mirada.

El hielo bajo sus pies no solo dejó de crujir… comenzó a solidificarse.
Se volvió más firme, más claro, como si cada palabra dicha con verdad fortaleciera el mundo mismo.

Y otra raíz.

CRAAACK.

Una más se retrajo con violencia, liberando parte del brazo de Hela. Sus dedos se abrieron apenas, como si intentaran sentir el mundo otra vez.

Skarnir bajó la mano. Soltó el mechón de cabello y chasqueó la lengua.

—Ah… qué fastidio.
Y yo que pensaba que podríamos tener una caída dramática en este segundo acto.

Ignacio no sonrió. Ya no era un juego.

—Dos pasos.
Uno más.

El elfo dio un giro, ahora sin entusiasmo fingido. Su sonrisa era más delgada. Más tensa.

—El tercero…
Ese es mi favorito.

Skarnir se detuvo. Esta vez no giró, ni fingió entusiasmo, ni teatralidad.

Caminó lentamente hasta quedar entre Ignacio y el trono.

Ya no jugaba con el hielo, ni con las raíces, ni con el cabello de Hela.
Solo lo miraba. Fijo. Como si por primera vez… lo estuviera tomando en serio.

—Este último… —dijo en voz más baja, casi íntima—

No lo entienden muchos.

Hizo una pausa. Como si dudara.
Y entonces murmuró:

—¿Qué es tan poderoso que puede guardar el recuerdo de un mundo…
…pero tan frágil que basta con no nombrarlo para que deje de existir?

Ignacio cerró los ojos.

La voz de su abuela Flor leyéndole cuentos.
El eco de la voz de su mamá llamándolo desde la cocina.
La sonrisa de Mariana.
Su tío Chris, su papá, su colegio, su taekwondo…

Y luego, los libros.
Los nombres.
Las palabras que alguna vez aprendió.
Las que casi había olvidado.

Abrió los ojos.

—La memoria —dijo, con una certeza que no necesitaba volumen.

Skarnir no se movió.
Pero el hielo sí.

No crujió. Estalló en luz.

Un pulso azul se disparó desde los pies de Ignacio, subió en espiral, y todas las grietas desaparecieron.

Y entonces, como si un trueno partiera el trono desde dentro…

¡CRAACK!

La raíz más gruesa, la que se enroscaba alrededor del pecho de Hela como una serpiente durmiente, se quebró en mil astillas negras.

Hela jadeó.

Sus ojos se abrieron, desiguales, bellísimos y trágicos.
Uno era sombra. El otro… era cielo.

—¿Dónde… estoy? —susurró, tocándose el pecho.
Su voz era como hielo derritiéndose en primavera.

Skarnir retrocedió un paso. Por primera vez, su sonrisa se desvaneció del todo.

—Oh… oh, no.
No, no, no.

El suelo tembló.

Y detrás del trono, una sombra se movió.

No era una ilusión.
No era parte del juego.

Jörmungandr había regresado.
Sus ojos se abrían como pozos eternos. Su lengua rozaba el hielo.

Y su mirada…

Estaba fija en Skarnir.

—¿Qué hiciste, niño? —escupió el elfo, retrocediendo con el rostro deformado por la ira y el miedo
¡¿QUÉ HICISTE?!

Pero ya era tarde.

La gran serpiente se alzó.
Sus anillos envolvieron al elfo oscuro.
Skarnir gritó algo… un idioma olvidado…
Y luego, fue tragado en un susurro de huesos y luz rota.

Jörmungandr desapareció. Como si nunca hubiera estado allí.

Solo quedaron el hielo.
El silencio.
Y el corazón latiendo de una reina… despierta.

Todo volvió a ser sombras.
Pero no eran las sombras del Olvido.

Eran las sombras del Reino de Hela.

Profundas. Lentas. Antiguas.
No ocultaban… envolvían.

Ignacio respiró hondo.
Ya no había grietas en el hielo.
Ya no había acertijos.
Ya no había voces burlonas ni serpientes hambrientas.

Solo el susurro pausado del reino que nunca duerme… pero nunca grita.

Hela seguía sentada en su trono, aunque ya no parecía atrapada.
Las raíces se habían disuelto como humo bajo la lluvia.
Ahora era ella misma. Entera. Presente.

Levantó la mirada hacia Ignacio, con ojos que parecían hechos de noche estrellada.

—Eres valiente —dijo sin apuro, como si cada palabra necesitara encontrar su lugar—.
Valiente… y real.

Ignacio no supo qué responder.

Ella bajó la vista por un instante, como recordando algo que había olvidado demasiado tiempo.

—No soy una enemiga, Guardián.
Nunca lo fui.
Mi deber es el tránsito.
No el castigo.

Sus dedos rozaron el brazo del trono, con ternura.

—Aquí llegan los que terminan un ciclo.
Yo no decido si se quedan. Solo… los recibo.

Ignacio la miraba en silencio, con respeto.

—Y Skarnir… —continuó Hela, más bajito—
Skarnir vino como un amigo. Con voz suave. Con palabras llenas de lógica y compasión.
Me hablaba de orden…
De equilibrio…
De lo difícil que es recordar cuando todos te temen.

Hizo una pausa.
Sus ojos se oscurecieron por un instante.

—Me convenció de que lo mejor era callar. Que mientras más me aislara, más protegía mi propósito.
Me envolvió en ilusiones.
Me hizo creer que el silencio era paz… cuando en realidad era prisión.

Ignacio bajó la cabeza. Sintió el peso de lo que acababa de romper. No era solo magia… era una idea falsa que había sido derrotada.

Hela extendió una mano hacia él.

—Y tú… me recordaste que no todo lo que se olvida, se pierde.

Gracias.

Ignacio sonrió apenas. Tomó su mano.

—Gracias por escucharme… cuando el mundo quería que no lo hicieras.

El contacto fue breve, pero suficiente.
Como una promesa silenciosa entre dos que conocen el límite de las sombras… y aún así eligen la luz.

Hela se puso de pie por primera vez.

El hielo bajo sus pies no crujió… se inclinó, como si el Reino mismo reconociera a su reina recuperada.
Con un gesto suave, extendió su mano hacia el vacío.

—Vestri…

Y la niebla respondió.

Un remolino espeso emergió del suelo como un suspiro largo y profundo.
Dentro de él, una figura encogida, cubierta de escarcha, con barba revuelta y orejas puntiagudas, empezó a temblar.

—¿Eh… qué… quién grita? ¡No estoy dormido, lo juro! —dijo Vestri, parpadeando con los ojos llenos de niebla—

—Hola, Vestri —dijo Ignacio, sonriendo—. Te estábamos esperando.

—¡Y yo a ustedes! Bueno, más o menos. Estaba soñando con sopa… ¿Alguien trajo sopa?

Ignacio soltó una risa corta, pero cálida. Vestri dio un brinco torpe hacia él, aún tambaleando.

—¡Por todos los mapas perdidos! ¡Ese elfo hablaba raro y me tenía en una raíz como si fuera un nabo!

—Estás bien —dijo Ignacio, aliviado.

—Más o menos… —murmuró el enano, —¡Ay, mis rodillas! ¿Quién diseñó este reino helado, Loki en patines? 

—¿Esa es la brújula de Suðri...? —murmuró el enano, entrecerrando los ojos mientras la observaba colgando del cuello del Guardián—.
¡¿Suori?! ¡¿Dónde está ese enano parlanchín?! ¡Tenemos que ayudarlo! Yo mismo lo rescato, dónde sea que esté.
¡Ese tontarrón no puede hacer nada sin nosotros!
—Se rascó la barba con furia—.
Pero yo lo cuido… yo lo cuido.
¿Listo, Guardián? ¡Vamos a buscar a ese enano loco!

—No te preocupes por él —dijo Ignacio, con una media sonrisa—.
Suori está bien… bueno, creo.
La última vez que lo vi, dijo que haría el trabajo de ustedes mientras regresaban.

—¿Quéeeee? —chilló Vestri, con los ojos desorbitados—.
¡Ese enano no sabe ni dónde tiene la cabeza! ¡Ni cómo abrocharse las botas!
¡Y ahora quiere hacer nuestro trabajo! ¡Por las barbas de Ymir, estamos perdidos!

De pronto, se detuvo.

Miró la brújula sobre el pecho de Ignacio… que ahora brillaba con una intensidad nueva.
El azul palpitaba como si supiera el camino antes que todos.

Vestri tragó saliva.

Ignacio lo notó.

—¿Pasa algo?

La aguja giraba con precisión, y señalaba con firmeza hacia el Este.
Un azul intenso comenzó a brillar en la esfera.

Vestri palideció.

—Oh-oh…

Ignacio alzó una ceja.

—¿“Oh-oh”? ¿Por qué “oh-oh”?

—Porque eso apunta a Niflheim…
Y lo que está ocurriendo allí… está fuera de control.

La atmósfera volvió a tensarse.
Hela bajó la mirada, y su voz sonó como un río bajo el hielo:

—No puedes ir solo, Guardián.

Ignacio asintió, como si ya lo supiera.
La reina levantó su mano, esta vez hacia el cielo gris.

—Yo no tengo poder sobre los vivos…
Pero hay uno que camina entre ambos mundos.
Uno que ya murió… pero aún no ha dejado de soñar.

Y del aire… surgió luz.
Una silueta blanca, hecha de recuerdos y auroras.
Un joven de cabello dorado, ojos serenos… y una paz que parecía envolverlo todo.

—Baldr —susurró Ignacio, impresionado.

El espíritu asintió con una sonrisa tranquila.

—He escuchado tu camino desde el otro lado.
Y si el mundo se tambalea… quiero caminar a tu lado para ayudar a sostenerlo.

Vestri tragó saliva.

—¿Tú… tú no te deshaces si te toco?

—Solo si lo haces con la intención equivocada —respondió Baldr, guiñándole un ojo.

Ignacio miró a los dos, y luego a la brújula.

La aguja latía como un corazón.
El frío era más intenso.
Pero dentro de él, algo ardía con fuerza.

—Entonces… vayamos a Niflheim.

Ignacio miró a Vestri, esperando que lo siguiera.

Pero el enano ya se acomodaba el cinturón y se sacudía la escarcha de los hombros.

—No, no… este camino no es para mí, Guardián.
Tengo que ir a buscar a ese atolondrado de Suori antes de que enrede el norte con el sur… o peor, ¡con la cocina!

Ignacio abrió la boca para hablar, pero Vestri levantó una mano.

—No te preocupes, estaré bien. Pero tú…
—levantó la vista al cielo, donde Sköll aún giraba sin rumbo—
…tú asegúrate de encontrar el rumbo que falta. Porque ese lobo no sabe hacia dónde correr… y el sol está esperando que alguien lo guíe a dormir.

Dio un paso atrás y señaló a Baldr con un gesto burlón.

—Y ten cuidado con ese fantasma guapetón. La fama de arriesgado que tiene… no terminó muy bien que digamos.

Ignacio soltó una risa, y Vestri le guiñó un ojo.

—Nos vemos luego, Guardián.

Y antes de que pudiera responderle, el enano dio media vuelta, y como una estrella fugaz se perdió entre la bruma, el hielo… y el cielo.

Ignacio bajó la mirada hacia la brújula.
Baldr ya estaba a su lado, en silencio, esperándolo.

La aguja marcaba solo una dirección.

Niflheim.

Y juntos —el Guardián y el Hijo de la Luz— emprendieron el viaje hacia el corazón del hielo.


El Oráculo del Olvido 


Baldr ya estaba a su lado, en silencio, esperándolo.

La aguja marcaba solo una dirección.

Niflheim.

Y juntos —el Guardián y el Hijo de la Luz— emprendieron el viaje hacia el corazón del hielo.

Mientras se alejaban, el reino de Hela se desvanecía entre las sombras y el viento, que se volvía cada vez más helado.

 Fue entonces cuando Baldr rompió el silencio.

—No todos los viajes comienzan con pasos —dijo con voz suave, casi nostálgica—. Algunos inician con una caída… y otros, con una pérdida.

Ignacio lo miró de reojo, atento.

—Mi caída comenzó con una flor. Una de esas pequeñas cosas que uno no nota hasta que es demasiado tarde. Loki hizo una flecha de muérdago, la única planta que mi madre no pensó en proteger… y Höðr, mi hermano ciego, la disparó sin saber lo que hacía. No lo culpé. Nunca lo hice.

Ignacio frunció el ceño, sorprendido por la calma con la que hablaba.

—¿Y… moriste?

—Morí. Caí en Helheim, y ahí habría quedado… si no fuera por Nanna.

Baldr esbozó una sonrisa que no llegaba a sus ojos.

—Ella no soportó vivir en un mundo donde yo ya no estaba. Su corazón… simplemente se apagó. Y descendió conmigo. Me tomó de la mano en la oscuridad y me dijo que la muerte no nos separaría, sino que nos transformaría.

Ignacio se quedó en silencio, con un nudo en la garganta.

—Aprendí entonces —continuó Baldr— que la muerte es solo una puerta. A veces la cruzas solo… y otras, alguien la abre contigo. Pero lo importante no es lo que hay del otro lado, sino lo que haces con lo que llevas dentro.

—¿Y no te duele? —preguntó Ignacio— Saber que estás… que no estás.

Baldr lo miró con una paz inmensa.

—Lo que más duele es saber que hay tanto por vivir… y tan poco tiempo para hacerlo. Pero si algo he comprendido, Ignacio, es que el tiempo no es el enemigo. El verdadero enemigo es el olvido.
La muerte no me preocupa. Lo que me preocupa es que las personas dejen de recordar por qué vivían.

El viento se volvió aún más frío. El destino… más lejano con cada paso.
El silencio entre ambos se volvió denso, como si incluso las palabras comenzaran a congelarse.

Baldr miró al horizonte, donde la bruma parecía devorar los caminos.

—Este sendero es demasiado largo para recorrerlo a pie —murmuró finalmente—. Demasiado... antiguo.

Ignacio frunció el ceño.

—¿Demasiado antiguo?

Baldr asintió con lentitud, como si recordara algo que no le pertenecía del todo.

—Este camino no fue hecho para los vivos… ni siquiera para los muertos. Es un hilo entre los mundos, tejido antes de que el primer nombre fuera pronunciado. Solo hay un ser que aún lo recuerda.

Entonces llevó los dedos a la boca y silbó. Un sonido agudo, limpio, que pareció atravesar las capas del hielo y de la realidad.

Sleipnir —susurró, como si nombrarlo fuera una ofrenda.

El aire se estremeció. Las nubes se partieron. Y de entre el viento y el tiempo… surgió el corcel de ocho patas.

Ignacio abrió los ojos con asombro. De entre la bruma y el hielo emergió el corcel, elegante y majestuoso. Baldr le explicó que, aunque su hermano no logró traerlo de vuelta del mundo de los vivos, este fiel corcel sí recordó el camino. Desde entonces, lo lleva de vez en cuando a recorrer las sombras entre los mundos de Yggdrasil.

Ambos subieron al lomo de Sleipnir, y cabalgaron a gran velocidad por el vacío helado. Ignacio sentía el viento en su rostro y, en silencio, recordó a Gryphos… recordó cómo era surcar los cielos del Olimpo sobre su lomo.
No dijo nada, pero Baldr lo sintió.

—Esa hermosa criatura en la que piensas —dijo con voz suave—, estoy seguro de que pronto se reencontrarán.

—Eso espero —respondió Ignacio.

El camino parecía infinito… hasta que Sleipnir se detuvo. Había llegado a un punto donde pilares de hielo cristalino se alzaban como espejos retorcidos. Irradiaban una luz gris, turbia… que no iluminaba, pero que lo detenía todo.

La brújula que colgaba del cuello de Ignacio palpitaba con fuerza, como si advirtiera algo. Las paredes distorsionaban la luz de forma tan extraña que incluso Sleipnir retrocedió, confundido.

—Detente, amigo —dijo Baldr con ternura, acariciando el cuello del corcel.

Sleipnir bufó con suavidad, pero obedeció. Se sentía su deseo de seguir, como si comprendiera que el momento era más grande que él.

Baldr bajó la mirada. Por un instante, pareció cansado. No de cuerpo… sino de alma.

Luego miró a Ignacio con una expresión tranquila, pero profunda. Como si lo viera más allá del presente.

—Me encantaría seguir contigo… pero mi esencia no está hecha para esta luz. No es sombra, aunque así se vea. Es algo peor… una luz rota. Y aún no sé caminar entre sus reflejos.

Ignacio guardó silencio. El aire entre ellos se volvió más espeso, más íntimo.

Baldr se giró hacia Sleipnir y le dio una última palmada.

—Solo la sangre de Odín puede cabalgar al corcel de Odín. Y aunque no fluye en tus venas, Ignacio… hay algo en ti que ella reconoce.

Ignacio descendió lentamente del lomo de Sleipnir. La brújula en su pecho brillaba con fuerza, como si respondiera a esas palabras.

—No te preocupes —dijo el Guardián de la Luz Azul con una sonrisa leve, pero decidida—. Ya vencí una vez a la Niebla del Olvido…
Y sé que ella me está esperando a mí.

Sleipnir no se resistió. Dio un paso atrás y se desvaneció con Baldr entre la bruma como si fueran parte del mismo resplandor.

Ignacio quedó solo.

Y frente a él, el camino de hielo se abría… esperando ser recorrido.

Ignacio no alcanzó a ver por última vez la silueta de Sleipnir y Baldr desvaneciéndose en el viento helado.
El frío se colaba en sus huesos, y la brújula palpitaba con fuerza, marcando una sola dirección.
La escarcha espesa no dejaba ver más allá de unos pocos pasos… hasta que algo lo detuvo en seco.

Era una pared. Escamosa. Fría. Viva.

Ignacio no supo de inmediato qué era lo que bloqueaba su paso.
Durante un instante soltó la brújula —esa que apretaba con las manos buscando calor y orientación— y, con duda, puso la palma sobre la superficie que lo detenía.

Entonces la pared se movió.

Primero como si algo despertara dentro de ella… luego como si toda la criatura —porque eso era— se elevara lentamente del suelo.
Ignacio dio un paso atrás. La escarcha crujió bajo sus pies. Su piel se erizó por completo.
Y fue ahí cuando una mirada penetrante y burlona lo atrapó como un anzuelo invisible.

—Vaya, vaya, vaya… —dijo una voz grave, profunda, serpenteante—. ¿Qué tenemos aquí?

Ignacio tragó saliva, pero se sostuvo firme.

—Soy Ignacio, Guardián de la Luz Azul.
El mismo Odín me encomendó esta misión… y sé que Vestri está aquí. Solo quiero encontrarlo y restaurar el orden que la niebla ha intentado borrar.

El dragón entrecerró los ojos, como si saboreara cada palabra. Luego sonrió. O algo que se le parecía.

—Oh… qué honor tan grande. El Guardián. He oído cosas fascinantes sobre ti. Las raíces de Yggdrasil murmuran tu nombre. Aunque… —se inclinó con malicia— … no esperaban que fueras un chicuelo.

Ignacio mantuvo la mirada.

—¿Y a dónde se supone que vas? —preguntó el dragón, girando su cabeza en una curva lenta, teatral—. En esa dirección no hay nada. Nada, ¿me oyes?
—Yo solo venía a visitar al buen Glam, ese pobre perro del inframundo… a veces no tiene quién le lance un hueso.
—Y mira tú, me he quedado… encantado con esta niebla gris que lo borra todo. Es tan amable. Tan… eficiente. Algunas cosas deben olvidarse, ¿no crees? De hecho, muchas ya lo estaban, incluso antes de que la niebla llegara a hacer el favor.

Ignacio intentó mantenerse firme, pero algo dentro de él titubeó. Solo un poco.

El dragón se percató.

Con un movimiento veloz lo atrapó entre sus garras. Lo levantó con facilidad, como quien sostiene una pluma. Lo acercó a su boca, y por un instante… Ignacio sintió el calor húmedo del aliento del olvido.

—No te devoraré —dijo el dragón, relamiéndose los colmillos—. Sería muy poco poético.
Prefiero dejar eso a la niebla. Ella sabrá cómo olvidarte lentamente. Un soplo… y puff.
Nadie recordará quién fuiste.

Lo bajó de nuevo, depositándolo con cuidado irónica sobre una superficie helada: un tapiz de raíces congeladas entrelazadas entre sí, como una red de dudas sin salida.

—Pero… —continuó el dragón, ahora con un tono teatral y encantado consigo mismo— … soy un ser generoso. Un oráculo. Un juez.
Así que te ofrezco una elección: dos visiones.
Si logras descifrarlas, podrás avanzar.
Y si no… bueno, dejemos que el destino haga lo que mejor sabe hacer.

—Esto se está poniendo muy divertido, ¿no crees, Guardián?

Ignacio, aún en cuclillas sobre el nudo helado, levantó la mirada. La brújula brillaba tenuemente entre sus manos.
Recordó a Suðri. Recordó por qué estaba allí.

—Acepto —dijo con voz firme.

El dragón soltó una carcajada larga y honda que hizo vibrar el hielo bajo sus pies.

—¡Valiente sí que eres!
Pues bien… —dijo, bajando el cuello hacia él— aquí viene tu primera visión.

Pero Ignacio lo interrumpió. Se puso de pie, apretó el puño con fuerza y alzó la mirada hacia el rostro inmenso del dragón.

—No le temo a la Niebla del Olvido —dijo, con voz limpia como el hielo recién quebrado—. La he visto dos veces a los ojos.
Y esas dos veces le demostré que puedo recordar quién soy.
No olvido fácil el valor.
Ni la sabiduría.
Ni el amor.

Dio un paso al frente, firme.

—Así que no le temo.
Ni a ella…
Ni a ti.
Y este teatro que quieres montar…

Ignacio alzó la brújula como si fuera un fragmento de luz viva.

—…no será más fuerte que mi llama.

El dragón entrecerró los ojos, divertido por la determinación de Ignacio.

—Veo que te sientes muy seguro de ti mismo… y de tus recuerdos —roncó Níðhöggr con voz grave—. Vamos a ver qué tanto conoces tus raíces.

—No te temo —respondió Ignacio con firmeza—. Sé quién soy. Así que estoy más que preparado para vencer tus jueguitos.

—Dejemos que el destino nos saque de la duda —musitó la bestia, alzando la vista hacia el cielo helado.

Sin mover las alas, el dragón pronunció unas palabras en un idioma que Ignacio no logró entender. Al instante, las constelaciones titilaron sobre ellos, alineándose en patrones que no existían en el mundo moderno. Una burbuja descendió desde el firmamento. Hecha de niebla y olvido, giraba sobre sí misma como si contuviera un mundo dentro.

—Aquí está tu primera visión, Guardián —anunció Níðhöggr, con una sonrisa torcida—. Veamos si logras descifrarla.

Ignacio dio un paso al frente. La burbuja flotó hacia él, y en cuanto la tocó, fue absorbido por un vórtice de imágenes.

Dentro de la burbuja, vio un mundo que no reconocía. Un único continente, vasto y antiguo, como salido de un sueño mitológico. Luego, una explosión lo dividía, separando tierras, mares, culturas.

De pronto, dos mujeres. Una de cabellos de fuego y otra de trenzas negras. Laima y Bachué, diosas de tiempos distintos, se tomaban de las manos con solemnidad. Unidas, sellaban la Niebla y encendían una llama… una llama que surgía del pecho de una bebé.

La niña crecía. Se convertía en mujer. Y luego venían tres hijos: una niña y dos niños

Ignacio frunció el ceño.

Nada de eso le resultaba familiar. No sentía conexión. Veía datos… pero no sentía verdad.

—Esto es una mentira —susurró, apartando la mano—. Una visión falsa.

El dragón soltó una carcajada profunda.

—¡Yo no miento! —rugió—. Pero es muy tarde para ti.

El hielo crujió bajo los pies de Ignacio. Luego, se rompió.

Cayó.

El abismo se lo tragó con un zumbido helado.

Mientras descendía en espiral por un pozo de niebla y oscuridad, levantó la mirada y vio al dragón alejándose.

—No te conoces tan bien como creías, ¿eh? —le gritó Níðhöggr, antes de desvanecerse—. Y ahora el mundo se perderá sin encontrar su destino…

Ignacio flotó en el vacío. Sintió que fallaba. Que no era digno. Que no podría volver.

Gritó.

—¡Yo sé quién soy! ¡Sé de dónde vengo! —gritó con la voz rota—. ¡Y no estoy solo!

Se arrodilló. Una lágrima le recorrió la mejilla.

—Perdón… no pude salvar el mundo…

Y en ese silencio, como un eco de otro tiempo, una voz susurró en su interior. Era una voz que había escuchado toda su vida, aunque nunca así.

Tú no estás solo… jamás lo has estado.

Una luz cruzó la oscuridad.

No era una estrella.

Era Gryphos.

Con sus alas extendidas y su mirada ardiente, descendió como un cometa del recuerdo. Un guardián de la memoria, nacido del amor y del pasado que se niega a desaparecer.

—¡Gryphos! —dijo Ignacio, conteniendo el llanto que se transformaba en valor.

—Gracias, tío… —susurró, como si la voz que había escuchado pudiera oírlo también—. Mi buen Gryphos… no sabes cuánto te extrañé.

La criatura bajó su cabeza y lo dejó subir. Juntos, se alzaron desde el abismo.

Emergieron del pozo de oscuridad como una llama que se niega a apagarse.

Níðhöggr, aún en su trono de hielo, abrió los ojos con incredulidad.

—¡Esa criatura no pertenece a este mundo! ¿Cómo…? ¿Cómo llegó hasta aquí?

Ignacio alzó la mirada, con el rostro iluminado por su fuego interior.

—Te lo dije —dijo con una serenidad feroz—. Yo sé quién soy. Y sé de dónde vengo. Y no estoy solo.

Gryphos alzó las alas, dispuesto al ataque, pero Ignacio alzó una mano.

—No, amigo. No vamos a caer tan bajo como este remedo de oráculo.

Se volvió hacia el dragón.

—Dame la segunda visión.

Su voz era roca. Firme. Clara.

—Y esta vez, te demostraré por qué la Niebla del Olvido… no ha podido conmigo.

Níðhöggr clavó sus garras en el hielo con tal fuerza que todo el suelo tembló.

—¿De verdad crees que puedes derrotarme? —rugió con furia—. El hecho de que hayas salido del abismo con ayuda de tu… gatito emplumado, no cambia nada.

Sus ojos ardían como carbones encendidos. Murmuró unas palabras guturales, en un idioma imposible de descifrar. El aire se volvió denso. Las nubes se rasgaron. Y desde el infinito descendió una segunda burbuja de niebla.

—Si estás tan seguro de quién eres… veamos si puedes descubrir cuál es tu destino.

Ignacio se mantuvo firme. Gryphos, a su lado, proyectaba una calma que le envolvía como un escudo. La sola presencia de su compañero le recordaba todo lo que había logrado, y todo lo que aún quedaba por proteger.

Sin dudarlo, tocó la burbuja.

Una nueva ola de imágenes lo arrastró.

El hielo crujía. Se quebraba. Un abismo se abría frente a él, oscuro, interminable. Ignacio sentía cómo su cuerpo caía, sin poder detenerse.

¿Este es mi destino?, pensó. ¿Caer en el olvido?

Apoyó la mano sobre su pecho. La brújula colgaba allí, tibia. Palpitante. La sostuvo con fuerza.

Y al abrir los ojos… vio de nuevo al dragón.

—¿Y bien? —se burló Níðhöggr, enseñando los colmillos—. ¿Te has asustado de lo que te espera?

Ignacio no respondió de inmediato. Gryphos se acercó y, con un leve empujón en la espalda, le devolvió el equilibrio. El miedo aún le cruzaba el rostro, pero algo dentro de él se encendía de nuevo.

La brújula seguía moviéndose. Su aguja no se había detenido.

¿Si mi destino es caer… por qué la brújula aún me indica un camino?

Cerró los ojos.

Y lo entendió.

Al principio lo dijo en un susurro.

—…Este no es mi futuro. Es el tuyo.

El dragón dio un paso atrás.

—¿Qué has dicho?

Ignacio alzó la mirada, con voz firme como la roca.

—Este es tu destino, no el mío. Eres tú quien caerá en el abismo del olvido… no yo.

El dragón rugió.

—¡Mentira! ¡Mi destino es el poder, no el tuyo!

Pero el hielo bajo sus garras comenzó a quebrarse. Finas líneas lo recorrieron como cristales rotos. El suelo cedió. Y Níðhöggr cayó, gritando, arrastrado por las mismas visiones que había invocado.

Ignacio dio un paso atrás. Las grietas venían hacia él, pero Gryphos abrió sus alas a tiempo. Lo alzó en el aire y juntos volaron al otro lado de la grieta.

Allí, envuelto en escarcha, un pequeño cuerpo comenzaba a moverse.

—¿Austri? —preguntó Ignacio, descendiendo con cuidado.

El enano abrió los ojos, frotándose la cabeza.

—Ay… me duele la cabecita —murmuró con voz infantil—. ¿Tú quién eres? ¿Eres el Guardián de la Luz Azul, acaso? ¿Y esa brújula? ¿Suðri está contigo?

Ignacio sonrió.

—Sí. Soy Ignacio. Este es Gryphos. Y puedes estar tranquilo… Níðhöggr no volverá a molestarte.

Los ojos del enano brillaron.

—¡Suðri! ¡Ese tontarrón! Lo extraño tanto…

—Él está a salvo —dijo Ignacio, mirando al cielo que comenzaba a teñirse de rojo—. Por lo que veo… le han recordado al Sol cuál es el oeste.

Austri se puso de pie tambaleando.

—No puedo dejarte solo, Guardián.

—No estoy solo —respondió Ignacio—. Pero el universo necesita que ustedes estén juntos. Como debe ser.

El pequeño sabio asintió.

Con la mirada puesta en el cielo gris de Niflheim, inspiró profundo y sopló con ternura.
De sus labios emergió un viento helado… pero cálido. Un aliento antiguo, como si el mismo invierno recordara que también sabía cuidar.

El aire comenzó a girar.

Primero fueron brisas. Luego ráfagas. Luego nubes cargadas de tormenta.

Un estruendo rompió el silencio. El cielo rugió.
Y un rayo cayó como una lanza de luz, justo frente a ellos.

El hielo se partió levemente bajo sus pies.

Cuando la luz bajó su intensidad, una silueta se dibujó en medio del vapor y la escarcha. Era la figura de un hombre alto, firme, de músculos tallados por la guerra y la eternidad. Sostenía en su mano un martillo que parecía pesar más que el mundo mismo.

La energía aún chispeaba a su alrededor. Los ojos de Ignacio se entrecerraron ante el resplandor.

Y entonces, la figura habló.

—Te estaba buscando… Guardián.

La silueta seguía envuelta en luz. Ignacio entrecerró los ojos, instintivamente dio un paso atrás. Aquel ser irradiaba una fuerza descomunal… pero su presencia no le provocaba miedo, sino una extraña paz.
Y justo antes de que el resplandor se desvaneciera por completo, Austri corrió hacia él sin dudarlo un segundo.

—¡Thor! —exclamó el pequeño enano, lanzándose a sus brazos—. Sabía que podía contar contigo.

El gigante no dudó. Abrió los brazos y alzó al enano como si cargara una chispa de luz en miniatura.

—Nos tenías preocupados, viejo amigo —dijo Thor con voz profunda y cálida—. El universo necesita tu corazón… y que le recuerdes al Oeste su razón de ser.

Thor bajó la mirada y la posó sobre Ignacio.

—Y tú debes ser el Guardián de la Luz Azul. Sabía que nos ayudarías a restaurar el equilibrio. Cuando escuché el hielo romperse en Niflheim, no dudé ni un segundo en venir a buscarte.

Ignacio lo observó con asombro.

—Te conozco… aunque eres aún más poderoso de lo que imaginé.

Thor esbozó una sonrisa.

—¿Hablas tú de poder? Has cruzado los reinos del olvido, enfrentado visiones imposibles, y tu llama aún brilla. Solo puedo ofrecerte lo mejor de mí: el poder de mi martillo, a tu servicio.

Por primera vez, Ignacio no se sintió como un niño. No porque Thor lo tratara distinto, sino porque, por fin, entendía quién era.
Y las palabras del dios no hacían sino confirmar lo que ya había empezado a sentir.

La brújula brilló en su pecho. Pero esta vez no era luz… era calor.
Un fuego suave que le abrazaba desde dentro.

El silencio fue interrumpido por la voz inquieta de Austri.

—Yo creo que mis hermanos me necesitan… y si no estoy mal, la brújula apunta a Muspelheim. Y… bueno… yo no soy tan valiente como ustedes.

Thor se acercó, con una mano sobre su hombro.

—Tú ya hiciste lo necesario. Con tu soplo me guiaste hasta el Guardián. Ve ahora con tus hermanos. El universo también necesita de su pequeño sabio del Este.

Austri se giró hacia Ignacio. Lo abrazó con fuerza.

—Fue un honor conocerte, Guardián…

Luego miró a Gryphos con ternura.

—Y adiós… lindo gatito.

Y en un destello de luz, se desvaneció entre los vientos de Yggdrasil.

Ignacio y Thor cruzaron miradas. No necesitaban palabras.

Gryphos extendió sus alas.
Ignacio subió a su lomo.
Y sin más, partieron surcando el cielo hacia Muspelheim.

El reino del fuego los esperaba.

El Fuego del Fin


Surcando los cielos del Árbol del Mundo, Ignacio comenzó a sentirlo.

El aire ya no era frío. No cortaba la piel como en Niflheim, ni susurraba como en Helheim. Ahora ardía. Cada ráfaga era un aliento encendido. Abajo, el hielo había desaparecido. En su lugar, la tierra era lava viva. Respiraba. Se agitaba. Estaba a punto de estallar.

Gryphos volaba firme, pero Ignacio lo sintió tensarse.

—Estamos cerca —dijo Thor a su lado, con la mirada fija en el horizonte—. Esta es la tierra donde nace el fin.

Ignacio lo miró, confundido.

—¿El fin?

Thor asintió.

—Ragnarök. No es solo una batalla, Ignacio. Es el recuerdo más antiguo del fuego. El momento en que el universo arde no por odio… sino para renacer. Pero alguien quiere adelantarlo.

Ignacio guardó silencio.

Y entonces ocurrió.

Un rugido partió el cielo. A lo lejos, un volcán —inmenso como una montaña de dioses— estalló.
Lava y bolas de fuego fueron expulsadas hacia las alturas, como estrellas en llamas buscando su destino.

Ambos, Thor e Ignacio, contemplaron la escena con asombro. Pero fue Thor quien notó lo imposible.

—No… —murmuró, con el rostro ensombrecido—. Las llamas… están viajando hacia los otros mundos.

Ignacio abrió los ojos con espanto.

—¡Yggdrasil!

Thor lo miró con gravedad.

—Debo irme. Debo proteger el Árbol y a los que viven en él. Pero tú, Ignacio… tú eres el único que puede detener lo que se gesta aquí. Nunca he visto en nadie una mirada tan decidida.

El dios extendió su mano. En ella, el martillo resplandecía.

—Tómalo.

Ignacio lo miró… y negó suavemente con la cabeza.

—Gracias, pero no.
Tengo algo en mi corazón que la Niebla del Olvido jamás podrá entender.
Y eso… es lo que la va a destruir.

Thor sonrió. No con condescendencia, sino con respeto.

—Entonces ya no necesitas un arma. Porque tú eres la llama.

Y sin más, el dios del trueno saltó desde el lomo de Gryphos, dejando tras de sí un arco de luz que surcó el cielo, directo hacia los mundos en peligro.

Ignacio continuó.

A lo lejos, el horizonte se abría en llamas.

Un gigante avanzaba entre las rocas fundidas. Su cuerpo era magma, su andar era caos.
Desde su cráneo brotaban las mismas bolas de fuego expulsadas por el volcán.
Y danzando alrededor de su cabeza… la Niebla del Olvido.

Aunque el miedo lo seguía como una sombra, Ignacio se aferró al lomo de Gryphos con el valor de quien ya sabe quién es.
Recordó cada paso, cada enano, cada batalla, cada abrazo.
Y con el corazón firme, voló hacia la criatura que se alzaba entre las llamas como una montaña viva.

Estaban casi sobre él cuando Ignacio notó algo extraño.

Entre las rocas incandescentes, un hombre delgado saltaba de un lado a otro, agitando los brazos como si intentara llamar la atención del gigante.

Gryphos aterrizó. Ignacio bajó de su lomo. El suelo ardía, pero no tanto como el caos frente a sus ojos.

—¡Wow! —exclamó el hombre, al ver a Gryphos—. Esto sí que es lo que yo llamo un gato alado... ¿o es un ave muy “animal print”? Sea lo que sea… wow.

Ignacio frunció el ceño.

—¿Quién eres? ¿No ves lo que está pasando? ¿No le temes a ese gigante?

El hombre se alisó el cabello como si el mundo no estuviera a punto de incendiarse.

—Mucho gusto, soy Loki.
Y segundo… ese no es un monstruo.
Es Surtr. Mi amigo.
Bueno, era mi amigo, antes de que esa estúpida niebla le hiciera olvidarme.

Ignacio lo miró incrédulo.

—¿Tu amigo?

—¡Claro! —replicó Loki, señalando al gigante con el dedo—. Me iba a ir, pero luego vi el caos. Mira eso. No sé ni qué hora es: el sol no se acuesta, la luna va al revés, y esos lobos ya perdieron las llantas de sus carrozas o qué sé yo…

Ignacio apretó los puños.

—Soy Ignacio. El Guardián de la Luz Azul.

—¿¡Tú!? —Loki lo miró con asombro teatral—. ¡Tú eres el Guardián! Bueno, no te conozco personalmente, pero Dionisio, mi amigo griego, me habló maravillas de ti.
Y mírate, tal como te imaginé. Esa mirada sí que tiene poder, chiquillo.

Ignacio lo observó, con una mezcla de confusión y urgencia.

—¿De verdad no sabes lo que está pasando?

—¡Pues claro que sé lo que está pasando! —dijo Loki, cruzándose de brazos como si le ofendiera la pregunta—. Esos cuatro enanos deben estar discutiendo otra vez. Apostaría lo que quieras a que Suðri se volvió a confundir… otra vez.
Y estoy casi seguro de que vi a uno de ellos detrás de Surtr.

Ignacio se irguió.

—¿Norðri? ¿Está detrás del gigante?

—¡Que no es un gigante! —chilló Loki con voz indignada—. ¡Es Surtr! El pobre está cegado por esa estúpida niebla gris.
Nadie lo entiende, igual que a mí. Dos incomprendidos en este mundo cruel. Y míralo ahora… loco, confundido, creyendo que el Ragnarök ya comenzó.

Hizo una pausa dramática y bajó la mirada.

—Si tan solo pudiera hacer que me viera… estoy seguro de que me recordaría. Él sí es mi amigo. Él me comprende. Snif.

Ignacio lo miró con escepticismo.

—¿Estás diciendo que si lo ve, te reconocerá?

—¡Obvio! Es la niebla la que lo tiene cegado.
Y sí, sí… ya sé lo que vas a decir.
—“Loki, nadie te entiende”,
—“Loki, eres impredecible”,
—“Loki, por qué robaste los calzones de Odín”…
¡Pero él me conoce de verdad! No quiero ponerme sentimental, pero este mundo no está hecho para dioses tan peculiares como yo.

Ignacio suspiró.

—Bueno. Vamos a hacer que Surtr te vea.
Sube conmigo en Gryphos y acerquémonos lo más posible.

Pero cuando Loki intentó subir… nada.

Gryphos soltó un gruñido bajo. Ni se movió.

—¿Qué…? ¿Qué pasa? —preguntó Loki, tocando el lomo del felino alado como si fuera una puerta mágica—. ¿Está dañado?

Ignacio miró a Gryphos, luego a Loki.

—Solo quienes tienen buenas intenciones pueden subir a su lomo.

Loki puso cara de indignación.

—¡¿Buenas qué?! ¡Esto es discriminación espiritual felina!

—No es su culpa —dijo Ignacio, sonriendo apenas—. Creo que simplemente… le caíste mal.

—¡Le caí mal! —repitió Loki con teatralidad—. ¡Soy un dios! ¡Debería ser yo quien decida a quién le caigo mal!

Ignacio se rascó la cabeza, mirando al gigante que seguía lanzando fuego hacia los cielos.

Se acercó a la cabeza de Gryphos y le susurró algo. Loki no alcanzó a oír.

Luego se giró.

—Prepárate.

—¿Para qué?

—Para volar.

—¿¡QUÉ!?

En un rápido movimiento, Gryphos alzó el vuelo, atrapando a Loki por la cintura con sus patas como si fuera una pieza de equipaje mal embalada.

—¡No no no no NO! ¡¡¿Quién crees que soy?!! ¡¡Soy un dios!! ¡¡Y ESTA NO ES LA FORMA DE TRATAR A UN DIOOOOS!!

Ignacio solo sonrió.

Y Gryphos, en silencio, voló directo hacia el corazón del fuego.

—¡Gatito malo! ¡Gatito malo! ¡SUÉLTAME O TE METO UNA DEMANDA CELESTIAL!

Mientras el dios del caos pataleaba, gritaba y lanzaba amenazas cósmicas al viento, Gryphos volaba con una majestad indiscutible. Ni las quejas de Loki, ni las ráfagas ardientes del volcán parecían desviar su curso.

Y fue entonces, cuando estuvieron justo frente a Surtr, que algo cambió.

La Niebla del Olvido, que danzaba en círculos alrededor de la cabeza del gigante, se detuvo.

Ignacio sintió un escalofrío —no por frío, sino por reconocimiento.

Una voz, etérea, lo envolvió. No venía del exterior, sino de adentro.
Un eco que solo él podía oír.

—Tú otra vez… —susurró la Niebla—. ¿Acaso no tienes juegos de niños que atender?
¿O es que tu abuela Flor ya no tiene tiempo para cantarte canciones…
…y tu hermana, la Centinela de la Luz Rosa, ya decidió olvidar como tu madre?
¿O como tu tío Rubén?

Ignacio cerró los ojos. La furia subía como lava en su pecho.

—Ni sé de qué centinela hablas… —respondió con la voz tensa—.
Pero a mi abuela Flor y a mis tíos… los dejas fuera de esto.

Gryphos agitó las alas con fuerza, como si también hubiera sentido la ofensa.

—¡Ey! —interrumpió Loki—. ¡Guardiaaaan! ¡Deja de hablar solo y llévame a donde mi amigo flameante pueda verme!

Ignacio no respondió. Sus pensamientos eran un torbellino.

La visión del pasado que no logró entender.
La “Centinela de la Luz Rosa” de la que Afrodita le habló en su isla.
¿Su madre? ¿Mónica? ¿Qué tenía que ver ella en todo esto?

Pero no era momento para dudar.

Se aferró con fuerza al lomo de Gryphos y lo guió con precisión, buscando un ángulo claro donde Surtr pudiera verlos… y ver a Loki.

Y entonces lo notó.

La Niebla del Olvido se replegó. No desapareció.
Se deslizó como una sombra, serpenteando por el cuerpo del gigante hasta su espalda.

Como si tuviera algo… o a alguien que proteger allí.

Ignacio entrecerró los ojos.

—Norðri… —susurró.

Cuando estuvieron justo frente a los ojos del gigante, Loki se estiró lo más que pudo entre las patas de Gryphos y gritó con voz de trueno:

—¡¡¡STURTR!!!
¡¡¡MÍRAME, SOY YOOO!!!
¡TU AMIGO! ¡TU CÓMPLICE! ¡TU ÍCONO DEL CAOS!

Pero el gigante no respondió. Solo agitó una mano en llamas, tratando de espantar a Gryphos como si fuera una mosca brillante y molesta.

Ignacio apretó los dientes.

—Esto no está funcionando.

Y entonces…

Loki… empezó a cantar.

—Se dice de mí… se dice que soy fea… que parezco un dinosaurio…
Mi nariz es puntiaguda, la figura no me ayuda… y mi boca es un buzón…

Ignacio giró la cabeza lentamente hacia él, con cara de: ¿es en serio?

—¿Betty la fea? ¿EN SERIO?

—¡Es nuestra novela favorita! —respondió Loki, ofendido—. ¿¡Tienes algo en contra de eso!?

Ignacio no respondió. Porque en ese instante, algo increíble ocurrió.

Las manos del gigante se detuvieron.
Los ojos de fuego se entrecerraron.
Y como quien despierta de un sueño oscuro… Surtr lo miró.

—¿Loki…?

—¡Viejo amigo! —gritó Loki, con lágrimas de fuego en los ojos—. ¡Pensé que me habías olvidado!

El gigante se calmó.

Con delicadeza, tomó a Loki entre sus dedos. Las llamas ya no quemaban.
Y lo puso sobre su hombro con la ternura de un niño que recupera su juguete favorito.

Y así, sin más, Surtr comenzó a caminar como un coloso sereno… como un bebé que recordó que ya era hora de ver su programa favorito.

Ignacio lo observó, incrédulo.

—Definitivamente… este dios sí es mi estilo de dios.

Pero justo cuando pensó que todo empezaba a calmarse…

La vio.

La Niebla del Olvido.

Se había deslizado en silencio hacia la espalda del gigante.
Y allí, atrapado en una jaula de niebla gris, estaba Norðri.

Sus ojos estaban cerrados.

Y a su alrededor… el suelo comenzó a agrietarse.

Ignacio sintió cómo el aire cambiaba. El fuego volvía.
Y supo, sin lugar a dudas…

La batalla final estaba por comenzar.

Gryphos aterrizó frente a la Niebla del Olvido.
Ignacio descendió sin dudar.

Sus pies tocaron el suelo como si fueran un martillo invisible.
Su mirada era llama. Su andar, certeza.

La Niebla flotaba sobre la jaula que aprisionaba a Norðri.
Y cuando Ignacio dio un paso, la liberó.

Pero el enano no despertó. Seguía dormido, como atrapado en un sueño sin tiempo.

Una voz invisible, fría como el vacío, volvió a susurrar dentro de Ignacio.

—Nos volvemos a encontrar, Guardián.
Pero esta vez… el Olvido triunfará.

Ignacio apretó los ojos.
Sintió el calor de la brújula contra su pecho.
La sujetó con fuerza.

—No puedes borrar la memoria de quien ya ha recordado su valor —dijo en voz alta—.
No puedes apagar la llama de alguien que sabe lo importante que es crear recuerdos.
Y no puedes vencer a quien sabe que contar historias… es resistir.

La Niebla se estremeció. Pero no se detuvo.

—Déjalo ir —exigió Ignacio, señalando la jaula—.
Sé lo que quieres. Quieres apagar la Llama Eterna.
Y soy yo quien puede acceder a ella.
Así que déjalo ir…
¡Y arreglemos esto entre tú y yo!

Pero la Niebla… se rió.

—¿Por qué liberar al enano… si puedo hacer ambas cosas a la vez?

Chasqueó los dedos.

Gryphos comenzó a desvanecerse.

No gritó. No luchó. Solo lo miró… con ojos de confianza infinita.

Ignacio se giró, desesperado.

El suelo bajo la jaula comenzó a agrietarse.
Ráfagas de humo oscuro se colaban por las grietas como tentáculos invisibles.

—La decisión es tuya, Guardián —dijo la voz—.
¿Salvarás al enano del Norte…
…o a tu fiel criatura alada?

Ignacio sintió cómo se le partía el alma.

—¡DETENTE! —gritó—.
Ellos no tienen la culpa de tu obsesión, ni de tu avaricia.
¡Déjalos! ¡Déjalos ir!

La Niebla no respondió de inmediato.

Y entonces… lo dijo.

—Eso jamás.

Y en un murmullo más frío que la muerte, sentenció:

—Al terminar este día, tú… tus recuerdos… tu legado… y el de todos los Guardianes… será borrado.

Ignacio extendió la mano hacia Gryphos. Pero fue inútil.

La criatura alada lo miró por última vez… y desapareció en una ráfaga de luz.

—¡No…! —susurró Ignacio, pero ya era tarde.

Detrás de él, el suelo bajo la jaula de Norðri se quebró como cristal.
El enano cayó entre la niebla. Desapareció.

Ignacio quedó solo.

Y por un instante, creyó haber perdido.

Cayó de rodillas.
Las palabras de la Niebla se repetían en su mente como un eco venenoso:

"Tú y todos los Guardianes… serán borrados."

La brújula colgaba apagada sobre su pecho.
Su llama interior parecía a punto de extinguirse.

Y entonces…

Tres destellos.

Uno dorado.
Uno rojo.
Uno azul.

Los tres amuletos —de la mente, el corazón y el cuerpo— comenzaron a brillar como si fueran estrellas despiertas.

Ignacio alzó la mirada, envuelto en su propia luz.
Y sin saber cómo, comenzó a elevarse.

Su cuerpo no se movía…
pero su esencia sí.

Atravesó sus propios recuerdos.
No las batallas, ni los gritos, ni los nombres.

Sino lo otro.

Los detalles pequeños.

La esencia de todo lo que valía la pena.

Vio a su abuela Flor, en una cocina sencilla, moliendo raíces de árboles milenarios, que alguna vez escucharon los secretos del viento; pétalos de flores extintas, borradas por el olvido como si nunca hubiesen florecido; y miel…

—"La memoria también se cocina", decía ella—.
"Y las historias, como los dulces… llevan un ingrediente secreto."

Ignacio la observó agregar un polvo brillante.

—"Bachué me enseñó esto", sonreía su abuela—.
"Porque no hay fuego que destruya lo que fue cocinado con amor verdadero."

—Ahora lo recuerdo todo… —susurró Ignacio.

No con la mente.
Ni con el cuerpo.
Sino con el alma.

La Niebla chilló.

Un rugido de humo, furia y desesperación.
Comenzó a fragmentarse. A evaporarse.
Como si no pudiera existir en un lugar donde el recuerdo había echado raíz.

Ignacio descendió lentamente, como una hoja que vuelve a su árbol.

La brújula volvió a brillar.

Y desde el cielo, como una respuesta…

Gryphos regresó.

Reapareció en una explosión de luz suave, más grande, más majestuoso que nunca.
Sus alas resplandecían como constelaciones.
Y en su pecho… latía una nueva llama.

Ignacio sonrió con lágrimas en los ojos.

Frente a él, el suelo donde había caído Norðri comenzó a vibrar.

De entre la grieta rota, algo se alzó.

No fue una explosión.
Fue un brote.

Como una semilla que recuerda que debe florecer, el enano del Norte emergió…
…desperezándose como si hubiera despertado de un largo sueño.

Ignacio lo observó, con el corazón latiendo fuerte.

Y supo, con certeza:

La Niebla no había sido vencida por fuerza.
Sino por memoria.
Y por amor.

Mientras el enano del Norte abría los ojos, la Niebla del Olvido se disolvía poco a poco, como si supiera que, por esta vez, no podría ganar.

Ignacio alzó la voz con fuerza:

—¡No! ¡No puedes escapar otra vez!

Pero algo dentro de él ya lo sabía:
No bastaba con vencerla…
Aún faltaba algo por comprender.
Una verdad profunda que las visiones no habían revelado del todo.
El origen de la Llama Eterna… aún era un misterio a medias.

Norðri despertó despacio, como quien regresa de un sueño largo y espeso.

—Hace mucho que no dormía así… —murmuró, frotándose los ojos—.
¿Dónde estoy?

—Estás en Muspelheim —respondió Ignacio con una sonrisa cansada—. 

Hola… es un honor conocerte.
Soy Ignacio. Vengo desde muy, muy lejos… para llevarte a casa.

El enano miró a su alrededor. Vio el caos calcinado, las montañas de fuego, el cielo partido.
Y aun en calma, soltó una exclamación:

—¡Por el ojo de Odín! ¿Qué ha pasado aquí?

Ignacio rió con suavidad.

—Sube conmigo en Gryphos… te lo contaré en el camino.

Norðri miró al guardián alado. Su cuerpo de tigre. Su cabeza de halcón. Sus alas que guardaban el cielo.

—¿Subirme a eso? —dijo, con ojos brillantes—. ¡Caramba, claro que sí!
¡En el Norte todo es más tranquilo! ¡Esto es una aventura!

Ambos rieron.

Y Gryphos, como si celebrara el momento, alzó el vuelo.

Volaron juntos por última vez a través de Yggdrasil.

Y al llegar a Asgard, el cielo entero pareció sonreír.

Odín los esperaba, de pie junto a Frigg.
Hermóðr, Baldr, y hasta los otros tres enanos —Suðri, Austri y Vestri— estaban allí.
Incluso el sol parecía haberse detenido un segundo… solo para mirar.

Cuando Gryphos aterrizó en el palacio, los cuatro enanos corrieron hacia su hermano.
Lo abrazaron con alegría. Con lágrimas. Con palabras que no podían pronunciarse.

Y entonces, uno a uno, los dioses se inclinaron ante Ignacio.

Odín habló con voz profunda y clara:

—Has hecho lo que ni los más sabios podían.
Has restaurado el equilibrio del Árbol.
Has devuelto a nuestros pueblos el Norte…
Y también la memoria.

Frigg colocó una mano sobre su hombro, y le sonrió con ternura.

—Gracias, Guardián.

Ignacio se inclinó. Luego caminó hacia Suðri, quien lo observaba con ojos sabios y una sonrisa orgullosa.

Ignacio sacó la brújula, la sostuvo con ambas manos y se la ofreció.

—Gracias por confiar en mí. Esta brújula… es tuya. Te pertenece.

Pero Suðri negó con la cabeza.

—No. Yo ya recuperé mi Norte, mi Este… y mi Oeste.
Quien más la necesita ahora… eres tú.

Ignacio dudó por un momento, y luego asintió. Guardó la brújula junto a los tres amuletos.
Y supo, sin que nadie lo dijera, que la próxima parte de su viaje… aún no había comenzado.

Entonces se giró hacia Gryphos.

El guardián alado lo observaba con una quietud majestuosa, pero en sus ojos… había emoción.

Ignacio se acercó y posó su frente contra la suya.

—Sé que no me puedes acompañar más allá —susurró—.
Pero jamás te olvidaré.
Y espero… que pronto podamos volar juntos otra vez.

Gryphos bajó la cabeza. Un gesto suave. Un adiós sin palabras, pero lleno de significado.

Ignacio retrocedió, dio una última mirada al palacio, a los enanos, a los dioses…
y con paso firme, se dirigió al sendero que lo llevaría de regreso a casa.

orque en algún lugar del mundo…

…una ciudad lo esperaba.

…una familia aún guardaba recuerdos que él aún no entendía.

…y la Llama Eterna aún tenía historias que contar.

Ignacio cruzó las puertas de Asgard…
las mismas por las que había llegado a ese reino de dioses y visiones, donde había enfrentado desafíos que no sabía que existían…
y había descubierto partes de sí mismo que aún no comprendía del todo.

Sentía la calma de una batalla ganada.
Pero también la inquietud de una verdad incompleta.

La Llama Eterna… su abuela Flor… la Centinela de la Luz Rosa… su madre… el tío Rubén…

Seguro el tío Chris tiene más información, pensó con una media sonrisa.

Se detuvo un segundo.
Miró por última vez el majestuoso reino de Asgard…

Y al regresar la vista…

Estaba en su habitación.

Frente al mismo libro del dragón.

El que cerró sus páginas con una suave corriente de aire, como si supiera que por hoy… la historia había llegado a una pausa.

En ese momento, la puerta se abrió.

—Hey, señorito —dijo su mamá, asomándose—. La cena está servida.
Tu papá llegó temprano… al parecer recordó la dirección a casa o el GPS volvió a funcionar.
Así que… a la mesa,
a menos que se te haya olvidado el camino.

Ignacio la miró con los ojos llenos de todo lo que había vivido.
Y corrió hacia ella.

Jamás voy a olvidar el camino, mamá.
Y estar a tu lado… siempre será mi destino.
Aunque… creo que tú también tienes algunas cosas por recordar.

Ella rió.

—Por ahora, solo quiero recordar el beso de mi taekwondista favorito.

Ignacio no lo dudó.
La besó en la mejilla con todas las fuerzas de su ser.

Antes de cerrar la puerta, miró una última vez su habitación.

Encima del libro, flotaba una pequeña burbuja.

Dentro… Suðri le guiñaba un ojo.

Y luego… ¡pop!
La burbuja estalló en una lluvia de escarcha brillante.

El orden había regresado.

Ignacio estaba feliz.
Y esa noche… cenó con su familia.
Rió con cada broma de su papá Billy.
Escuchó la voz de su madre como si fuera una canción.
Y supo, muy dentro de sí…

Que este no era el final.

Pero por ahora…
Solo quería recordar quién era.
Disfrutar de su hogar.
Y honrar su origen.

¿Y la Centinela de la Luz Rosa…?

Bueno…

Por ahora…
dejemos que la llama… descanse.



Continuará…


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