Origen de los Dulces del Recuerdo
Contado por el Tío Chris

En las montañas de Colombia, cuando el viento acaricia las hojas con paciencia, se pueden escuchar recuerdos.
No voces… recuerdos.
Son historias que solo algunos logran entender: ecos de un tiempo donde todo era noche y nada existía.
Solo una laguna inmensa y silenciosa.
De esa laguna, nació la luz.
Y con ella, un ser creador llamado Chiminigagua.
Con su poder, creó el mundo. Y cuando el mundo estuvo listo, envió a una mujer sabia y luminosa: Bachué.
Ella descendió desde la sierra, envuelta en la luz de su vientre.
Con cada paso, sembró vida sobre la tierra y enseñó a sus semillas el poder del amor, el respeto y el equilibrio:
con la naturaleza, con su entorno… y, sobre todo, consigo mismos
Pobló la tierra con bondad, compartió recetas de la naturaleza, remedios que curaban cuerpo y alma… y algo aún más sagrado: el valor de la memoria.
Pero con el paso del tiempo, Bachué contempló con tristeza cómo los humanos se habían transformado en seres individualistas.
La envidia y la ambición oscurecieron sus miradas, aquellas que alguna vez brillaron con pureza mientras corrían libres por las sabanas y los bosques.
Olvidaron sus raíces, sus rituales, y el respeto por la vida que les rodeaba.
Rota por la tristeza, Bachué se retiró a lo más profundo de la sierra y allí lloró en silencio.
De sus lágrimas nacieron ríos y lagunas… pero su dolor era tan inmenso, que por días —o quizás meses— la lluvia no cesó.
Parecía como si su llanto se hubiese fundido con el cielo, transformado en una tormenta eterna.
Al ver cómo los ríos se encontraban y las lagunas se transformaban en océanos, Chiminigagua regresó.
Se acercó con ternura y le habló suavemente:
—¿Por qué lloras, mujer?
¿No ves que tu dolor está inundando al mundo con tristeza?
Bachué, con el corazón desgarrado, respondió:
—Mis hijos… lo han olvidado todo.
Incluso han olvidado quiénes son.
Entonces, Chiminigagua se sentó a su lado y le dijo con dulzura:
—Mi querida Bachué…
Tu semilla y tus enseñanzas no se han perdido… solo duermen.
Tú, que eres creadora, llevas en tu corazón la fuerza para despertar lo olvidado.
Con tu sabiduría y tu bondad, puedes devolver la luz a los corazones de quienes han perdido el camino, sus raíces y su valor.
Limpia tus lágrimas.
Sana tu tristeza.
Y dales un recuerdo…
Uno dulce.
Algo que les recuerde lo que de verdad importa:
recordar quiénes somos y de dónde venimos.
Esa noche, bajo la mirada sabia de la luna, Bachué descendió al corazón de la tierra.
Allí, guiada por la memoria de lo que una vez fue, recogió ingredientes que hoy ya no existen:
raíces de árboles milenarios, que alguna vez escucharon los secretos del viento;
pétalos de flores extintas, borradas por el olvido como si nunca hubiesen florecido;
y miel…
una miel espesa y dorada, hecha por abejas que ahora temen crear, porque han olvidado que la dulzura también es una forma de resistencia.
Con manos temblorosas, pero con el alma firme, Bachué mezcló cada elemento como si tejiera un hechizo.
No era solo un dulce.
Era un fragmento de luz.
Pequeño. Luminoso. Vivo.
los Dulces de la Memoria
Un susurro del pasado cristalizado en caramelo.
Y al probarlo, algo despierta.
No en la lengua… sino en el corazón.
Un recuerdo.
Un nombre olvidado.
Un origen.
Un llamado a regresar.
Después de fabricar el dulce, con amor paciente y manos sabias, Bachué sintió por fin una paz profunda.
Su corazón, antes herido por el olvido de sus hijos humanos, encontró consuelo.
Ya no lloraba.
Sabía que, tarde o temprano, ese pequeño dulce encontraría su camino.
Y que al probarlo… cada corazón perdido recordaría quién era.
Y por qué valía la pena volver.
Desde entonces, la receta viaja de generación en generación.
Cruza montañas, épocas, continentes.
Y aparece justo cuando un Guardián… está por olvidar quién es.
¿Cómo los consiguió la abuela Flor?
Bueno…
Esa es otra historia.
O tal vez la misma.
En las montañas de Colombia, si prestas atención cuando el viento acaricia las hojas… tal vez escuches algo.
No voces. Recuerdos.
Y si tienes suerte… el sabor de uno de ellos.
